Hemos leído una carta dolorosísima sobre los atentados de Cataluña. Como tantas cosas en aquella región, los sentimientos están desplazados de su sitio natural; el instrumento del dolor no eran las víctimas, sino los asesinos. La doliente, Raquel, es educadora social. Los conocía y trataba. Ella, dice amorosa, ha hecho todo lo que estaba en su mano para librarles de su crimen, pero no ha sido suficiente. Dice la amantísima que “estos niños eran como todos los niños”. Cabe pensar que serán como todos los niños que matan a sus vecinos, pero no. Eran verdaderamente como cualquier otro, “como mis hijos”, puestos aquí como un escudo humano. ¿Quién ha torcido a estas criaturas? No el Imán, al que ni menciona. Ni la religión, que en la carta es sólo un falso pretexto para las guerras.
¿Quién, entonces? Como decía Siniestro Total, la sociedad es la culpable. Sólo que ellos lo decían de broma y la doliente lo dice en serio: “¿Qué estamos haciendo mal?”. Raquel recurre al buen salvaje para hacer al salvaje, bueno. Todo su amor a los asesinos no es más que un grano de arena, lo dice ella misma. Apenas nada contra el vendaval de nuestros prejuicios y nuestra falta de empatía. Una indiferencia que no nos exime del odio, al parecer. Mas, si no son diferentes de los demás, ¿por qué fueron ellos los asesinos y no cualquier otro chaval? Otro, es decir, que no fuese musulmán.
Desafío a la lógica
Ha querido Alá que los atentados de Barcelona y Cambrils fueran cercanos en el tiempo al asesinato de una manifestante a manos de un grupo supremacista blanco en Charlottesville. En este caso no hay dilectísimas cartas preguntándose qué ha podido torcer a estos cachorrillos. No. Ellos son culpables, no la sociedad. Y su fanatismo nos amenaza a todos, a diferencia del fanatismo de Said, Mohamed, Moussa, Youssef, Omar, Younes, que es un necesario correctivo para Occidente.
¿Por qué ese desafío a la lógica? ¿Por qué se aplican unos criterios en un caso y los contrarios en el otro? La contradicción es sólo aparente. Hay una lógica que une las reacciones en Charlottesville y en Barcelona, y es la de que nuestra sociedad es la responsable de todos los males. El terrorismo es sólo la respuesta, automática, involuntaria e inocente, a nuestros crímenes. El mayor de los cuales es, simplemente, ser como somos. Por eso cualquier reflexión que lleve a señalar cuáles son las señas de identidad de nuestras sociedades se introduce en el disolvente universal de la corrección política, y se quiere sustituir por todo lo que no somos, en aras de la “diversidad”. Una diversidad, claro está, en la que nada de lo nuestro tiene cabida.
Estas ideas tienen consecuencias brutales sobre nuestra sociedad. No sólo convierte a las víctimas, nosotros, en culpables, y a los culpables en víctimas. También están impidiendo que haya una verdadera integración de los extranjeros en nuestro país y en las sociedades occidentales.
Problema fronterizo
Es difícil integrar al extranjero cuando negamos nuestra cultura, o la realidad histórica, contingente, de nuestra propia sociedad. Integrarlo ¿dónde? Plantearse de verdad la integración supondría reconocernos a nosotros mismos; aceptar que somos una sociedad, una comunidad política, con su historia, sus normas políticas y morales, sus usos e incluso sus idiomas, en el caso de España. La salida al oxímoron de acoger en una sociedad que se quiere destruir la ofrece el multiculturalismo, que es la cesión del espacio físico, del territorio, para que repliquen en él sus sociedades. Se llama convivencia a la vecindad de sociedades distintas. Y en nombre de la ruptura de las fronteras, se crean nuevas fronteras en nuestras mismas ciudades.
Luego si de verdad queremos integrar a los inmigrantes, lo primero que tenemos que hacer es reconocernos y valorarnos. Porque la clave de la integración es que quien venga desee formar parte de nuestra sociedad. Si lo valora, estará dispuesto a asumir las normas que nos permiten vivir de forma ordenada, y en paz. No hay por qué cerrar el paso a quien quiera vivir y trabajar aquí; todo lo contrario. Pero la integración nos impone a nosotros ser firmes moral y legalmente: rechazar los comportamientos que atentan a la convivencia y expulsar a quienes cometan crímenes. ¿Por qué en los Estados Unidos los inmigrantes son más honrados y cometen menos crímenes que los nacionales? Porque desean ser aceptados por la sociedad y no quieren volver a su país antes de tiempo.
Ya conocemos la alternativa, con su implacable lógica: El amoroso cuidado de unos jóvenes fanatizados resulta en más jóvenes fanatizados.
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