Cuando se produce un accidente marítimo de suficiente entidad, con muertos o heridos graves, con contaminación del medio marino, o con daños materiales significativos, se pone en marcha una investigación técnica del siniestro con el objetivo de poner en claro el suceso, averiguar las causas y emitir recomendaciones normativas o de procedimiento que eviten su repetición.
El organismo encargado de la investigación ha de tener, al menos, tres cualidades esenciales: ha de ser independiente de los poderes políticos, administrativos, patronales, sindicales y corporativos; ha de tener un alto grado de autoridad profesional, personas con conocimientos demostrados y personalidad acreditada; y ha de disponer de los medios materiales y operativos que les permitan indagar dentro de las empresas y organismos públicos relacionados con el accidente. La clave de un organismo de investigación de accidentes eficaz, que sirva de verdad para mejorar la seguridad de la navegación y de la vida humana en la mar, reside en las personas que lo integran y en los medios de que dispongan.
La catástrofe del Prestige
La investigación se puede quedar en una mera descripción de los hechos y en fútiles recomendaciones de mejora, o puede profundizar en el rosario de causas a fin de hallar las recomendaciones positivas que cumplan con la misión que tiene encomendada. La investigación que puso en marcha la antigua Comisión Permanente de Investigación de Siniestros Marítimos (un órgano dependiente de la Dirección General competente en asuntos marítimos), sobre la catástrofe del Prestige, por ejemplo, se negó a sí misma el análisis de cuanto sucedió tras la rotura del casco del petrolero, pues su examen podría importunar a las autoridades. El informe, lógicamente, no sirvió para nada. Desaprovechamos una excelente oportunidad para haber mejorado el proceso de toma de decisiones, evitando que políticos sin conocimientos náuticos determinaran el curso de los acontecimientos en base a sus intereses personales y partidistas. Un desastre.
Seis años antes del naufragio del Prestige, Gran Bretaña se enfrentó a un suceso similar en algunos aspectos. Un petrolero, con práctico a bordo, tocó fondo entrando en el puerto de Milford Haven. La gestión del accidente puso en evidencia los criterios antagónicos de las autoridades portuarias y las autoridades marítimas, dispuestas las primeras a que el buque abandonara el puerto y no les causara más problemas; y convencidas las autoridades marítimas de que el petrolero había de permanecer en puerto para restañar sus heridas y evitar males mayores. En ese conflicto se perdieron varios días y las consecuencias del accidente se agravaron de forma considerable. Como en el siniestro del Prestige, cuya desastrosa gestión convirtió un accidente en una catástrofe.
La estrategia de Ulises
Pero la investigación británica ahondó en el error del práctico, que desembocó en cambios significativos sobre el servicio de practicaje: no todos los prácticos de un puerto están capacitados para asesorar a un buque de 300 metros de eslora. E indagó en el conflicto entre autoridades y de sus conclusiones salió la creación de una figura con atribuciones para decidir, por encima de las autoridades políticas y administrativas, qué hacer, cómo actuar, en casos de accidentes graves. Eso que los politólogos llaman “la estrategia de Ulises”, como escribió José María Ruiz Soroa. Una institución exitosa, el SOSREP, que ha demostrado su eficacia en los variados accidentes en los que ha actuado. Una figura que otros muchos países (España no, lamentablemente), han incorporado a su legislación.
Deberíamos implantar algo similar a un organismo de investigación de accidentes para estudiar los hechos y las causas de las crisis y emergencias políticas. Diferente a la investigación jurisdiccional, pues ésta tiene la misión de aplicar el código penal, no de mejorar aquello que ha causado la emergencia o contribuido a agravarla. Y diferente a las comisiones del Congreso de los Diputados o los Parlamentos autonómicos, de cuya inutilidad y descrédito tenemos pruebas sobradas.
Los políticos llegan a los ministerios para colocar a sus huestes, a aquellos que les han permitido alcanzar el poder, sin parar mientes en su capacitación para dirigir este o aquel organismo
Un organismo independiente que, en el caso de la actual crisis sanitaria, cuestionara el mantra, ya obsoleto como se comprueba cada día, de que los ministros y altos cargos han de ser políticos, no técnicos, pues ese principio ha desembocado en una trágica gestión de la crisis. Curiosamente, están exentos del mantra los ministros económicos, todos ellos expertos en la materia. Los políticos llegan a los ministerios para colocar a sus huestes, a aquellos que les han permitido alcanzar el poder, sin parar mientes en su capacitación para dirigir este o aquel organismo. El ministro José Luis Ábalos, sin ir más lejos, nombró como director de la Sociedad Estatal de Seguridad y Salvamento Marítimo a un muchacho licenciado en Derecho que había de preguntar qué era la “amura” y qué quería decir el calado de un barco. Tuvo suerte, no ocurrió nada grave durante el tiempo que permaneció en el cargo.
El actual ministro de Sanidad, autoridad máxima para la gestión de la pandemia, seguramente es una buena persona, pero resulta evidente su incapacidad para enfrentarse a la crisis sanitaria. Simplemente, no sabe. Y los cargos que ha nombrado en el Ministerio -por no imaginar lo que ha pasado en los ministerios creados para comprar votos, o en el palacio donde reside Pedro Sánchez- responden al mismo parámetro: políticos sin más oficio que alcanzar algún cargo, como sea y al precio que sea. Por eso huyen del debate y condenan las críticas con el argumento falaz de la lealtad durante la crisis, cuando saben perfectamente que cuando pase la emergencia ya nadie se acordará de criticar nada y volveremos a lo mismo. Nadie investigará -salvo los jueces, en su caso- por qué tantos muertos, por qué tanta imprevisión, por qué tanta incompetencia.
También podría ese organismo de investigación indagar en la eficiencia del actual reparto de competencias entre territorios. La descoordinación, por no entrar en otros terrenos, ha sido descomunal. El Estado de las autonomías ha quedado en evidencia y se hace imprescindible revisarlo a fondo. La atomización de la sanidad pública ¿ha impedido una mayor eficacia en la lucha contra la pandemia? Los hechos son elocuentes y nos obligan, si queremos mejorar como sociedad y evitar la repetición de una gestión tan deficiente, a instaurar un mecanismo de investigación independiente de los poderes públicos, con autoridad profesional y técnica, con la misión de recomendar mejoras en el sistema político. Nos va en ello la salvación de vidas y haciendas, e incluso la misma democracia liberal, que no muere por la crítica sino por la falta de valor para corregir errores.
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