Cambiar las reglas del juego en mitad del partido nunca es una buena idea. Eso es lo que pretendía el Gobierno al colar vía enmiendas la reforma exprés de dos leyes orgánicas, la del Consejo General del Poder Judicial y la que regula el funcionamiento del Tribunal Constitucional. Se trataba de forzar en este último el cambio de mayoría pendiente para, a renglón seguido, proceder al nombramiento de un presidente alineado ideológicamente con el partido mayoritario del Ejecutivo.
A tal fin, la mayoría parlamentaria que apoya al Gobierno, que incluye a los independentistas catalanes y vascos, no dudó en abolir de facto uno de los cimientos del parlamentarismo, el derecho de las minorías a expresar su parecer, a participar con luz y taquígrafos en el irrenunciable debate que cualquier Parlamento que se precie está obligado a promover cuando de lo que se trata es de modificar normas que forman parte del eje que sostiene nuestro sistema constitucional.
El PP ha sido incapaz de construir un discurso convincente sobre política judicial que no fuera el de mantener a toda costa la mayoría conservadora en los órganos jurisdiccionales"
La respuesta del primer partido de la Oposición, formalizada en un recurso de amparo en el que se solicitaba la suspensión cautelar del trámite parlamentario, fue descalificada por el Gobierno y sus socios utilizando como núcleo argumental la supremacía del Poder Legislativo sobre el Judicial, la sumisión de las leyes a la voluntad popular. Más aún, la ilegitimidad de una maniobra que de salir adelante constituiría un golpe a la democracia. Palabras mayores. Puro populismo.
Tras la aceptación del recurso en el pleno del Constitucional por seis votos a cinco, el presidente del Gobierno, en una declaración solemne y sin preguntas, habló de “choque institucional”, utilizando como elemento descalificatorio el hecho de que la decisión del alto tribunal no tenía precedentes. Obviamente, se cuidó muy mucho de reconocer que tampoco hay memoria en nuestra democracia de una batería de decisiones adoptadas en cadena por su Gabinete para proteger a condenados e imputados por los tribunales a causa del llamado procés mediante la eliminación del delito de sedición, la reducción de las penas por malversación y ahora, última novedad, la reforma de la Ley de Enjuiciamiento Criminal que permitió la retirada del escaño a los líderes independentistas antes de que fueran condenados.
¿Magistrados o correas de transmisión de los partidos?
Se negará la mayor, pero a estas alturas ya no cabe ninguna duda de que estas decisiones hay que vincularlas con la necesidad de situar al frente del Constitucional a personas mucho más “comprensivas” con lo ocurrido en Cataluña en los últimos años, y que con un tribunal de garantías nítidamente independiente correrían el riesgo de ser revocadas. De ahí la urgencia por rematar la operación diseñada por el ministro Bolaños para consolidar en el Tribunal Constitucional (TC) una mayoría “progresista”. Este es el verdadero “choque institucional”, que tiene poco que ver con el que denuncia Sánchez y mucho más con el promovido por un Gobierno que no ha tenido mejor idea para renovar los órganos constitucionales que alimentar con metódica insistencia su desprestigio.
Esa, el creciente descrédito del Poder Judicial y el Constitucional, es la consecuencia más preocupante de este dislate. Un dislate al que todos han contribuido. Todos. Que nadie busque inocentes, porque no los hay. Empezando por el Gobierno, sí, que sin duda es el principal, pero siguiendo por el Partido Popular, enredado durante demasiado tiempo en sus cuitas internas e incapaz de construir un discurso convincente sobre política judicial que no fuera el de mantener a toda costa la mayoría conservadora en los órganos jurisdiccionales. Como tampoco son inocentes los miembros del Consejo General del Poder Judicial y del Constitucional, que además de dejar en evidencia una extraordinaria incapacidad de auto regeneración (caso del CGPJ), han asumido sin ningún decoro el papel de correa de transmisión de los partidos que propiciaron su nombramiento.
El descrédito imparable del Poder Judicial y del Tribunal Constitucional es la consecuencia más preocupante de este dislate. Un dislate al que todos han contribuido"
Y qué decir del Parlamento. Víctima y culpable a un tiempo. Un ilustre colega denunciaba hace unos días que la pretensión de la ultraderecha es esterilizar el Congreso de los Diputados. El aviso llega tarde. Hace mucho que el Parlamento es un cero a la izquierda. Todo lo más una sala de despiece. La sumisión del Poder Legislativo al Gobierno ha superado en esta legislatura cualquier límite que pudiera ser calificado como razonable, si es que en clave estrictamente democrática tal cosa, el papel subalterno de la institución donde reside la soberanía popular, fuera asumible.
Ni siquiera en las mayorías absolutas que en la reciente historia de España se han dado, el Ejecutivo se atrevió a tanto; y con tanto descaro. No se ha hecho el menor esfuerzo por disimular la inanidad del portavoz parlamentario de turno, por salvar de la cremación la dignidad del grupo, o por dejar al margen del desgaste a Meritxell Batet, la tercera autoridad del Estado, quien hace ya demasiado tiempo decidió debió tomar la decisión de dejar colgada en el perchero la autoestima al salir de casa.
La esterilización del Parlamento, estimado colega, viene de atrás. De media, Pedro Sánchez ha firmado un Decreto Ley cada 12 días, para un total de 132, contados a finales de octubre. El protagonismo de los grupos parlamentarios a la hora de negociar la agenda legislativa ha caído en picado. Hay quien añora, y con razón, a Adriana Lastra. Y ahora, con la aprobación de un mecanismo ventajista y de más que dudosa constitucionalidad, como el de la modificación de leyes orgánicas que forman parte del núcleo central de nuestro entramado institucional sin debate y a través de enmiendas ajenas al asunto a considerar, la mayoría niega derechos inalienables de las minorías y convierte definitivamente al Parlamento en un mero poder subordinado al Gobierno.
Ese es el verdadero problema de fondo, el que nutre de consistencia la crisis institucional en curso: el indisimulable empeño del Ejecutivo en convertir en auxiliares al resto de poderes del Estado. Escandalizarse ahora porque la Oposición amenaza la autonomía de un Parlamento que ha sido incapaz, en el uso de sus atribuciones, de forzar en algún momento de estos cuatro largos años la renovación del Poder Judicial, y ha renunciado en favor del Gobierno y sus socios a buena parte de la soberanía que la Constitución le asigna, no deja de ser una broma pesada.
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