Una tradición cínica atribuye a los niños el monopolio del candor, de la ternura y de la ingenuidad, entre otro montón de golosinas de la bondad humana. Tuvo que llegar San Agustín para introducir un poco de cordura en ese amasijo de tópicos consagrados y recordar los lados oscuros de la infancia, que también los tiene. ¿Cómo, si no, podríamos calificar gran parte de la vida social y política en la que nos han sumergido? Estamos hartos de escuchar a cualquier golfo que se precie y sea notorio la verdad consagrada de que el fin no justifica los medios. Una mentira no por repetida menos evidente: el fin siempre justifica los medios, y si no que se lo pregunten a cualquier diputado de la clase de tropa o al negociante que se ha salido con la suya hasta hacerse rico, muy rico.
Es anterior a la invención de las fake news, cuando se llamaban pura y simplemente mentiras de Estado o falsedades del gobierno, que corrían como la pólvora, haciéndose verdades probadas. Las hay a puñados y no son culpa de esas redes atrapalotodo que alimenta la misma clase política que dice sentir repugnancia por un instrumento tan falaz y que antaño se prodigaba en las puertas interiores de los wáteres públicos. Recuerdo que hacia 1969 un grupo de estudiantes avispados trascribieron los exabruptos pintarrajeados en los aseos muy poco aseados de la Escuela de Arquitectura de Madrid. Ningún grupo político, por más radical y clandestino que fuera, se atrevió a publicarlo y tuvieron que editarlo ellos mismos en un rudimentario ciclostil.
¿Por qué la parte interior de los wáteres tenía el carácter del sillón de un psicoanalista cutre? Pues por lo mismo que ahora se envían insultos y gamberradas por las redes: porque estábamos ante una fauna agresiva y cobarde que deseaba dejar huella de su miseria mental encubierta tras el anonimato. Lo de menos es que no hubiera libertad de expresión, porque lo suyo era odiar al prójimo y decirle lo que no se atreverían a decirse a sí mismos. Sucede con la crispación.
Cada cual acusa al adversario de alimentar la crispación. Vivimos en una sociedad con demasiadas razones para estar crispada y nadie, y menos que nadie los poderes públicos, líderes del cotarro, son capaces de analizarse a sí mismos. Un juego de niños perversos donde cada uno aporta su golpe para asegurar que lo hace en legítima defensa.
El linchamiento a Vox tiene todos los elementos de esa perversidad, en este caso políticamente suicida. Si ellos se manifiestan es porque quieren provocar, pero si lo hacemos nosotros es para ejercer nuestros derechos. Los descerebrados que tienen a gala lanzar adoquines a los de Vox lo único que pretenden es alentar los malos instintos de la extrema derecha, que tiene muchos, y cuyo rastro aún está en nuestra memoria. En la nuestra, porque la de ellos es tan corta como sus ideas. Hay que decirlo y no asumirlo como algo normal: los supuestos antifascistas de la piedra y el contenedor son un elemento de crispación superior a ese inquietante grupo político que ya es el tercero de los elegidos por la ciudadanía.
Cuando Ortega Smith -un tipo que me recuerda al “camisa negra” de Novecento que encarnaba Donald Sutherland- tiene la desvergüenza de orinar encima de la memoria de “las Trece Rosas” asesinadas por el franquismo, está provocando, y frente a un provocador se puede desdeñar la infamia y calificarle de blanqueador del asesinato político, o denunciarle ante los tribunales por calumniar a las víctimas, pero lanzarle un ladrillo es entrar en el juego de los niños perversos. El día que la extrema derecha se muestre violenta al estilo de los energúmenos del antifascismo de contenedor y piedra arrojadiza ya tendremos un auténtico clima de crispación, y entonces toda batalla se hará posible. Una vez más los fines habrán justificado los medios y nos meteremos de hoz y coz en otro de los tópicos de la perversidad infantil de nuestra clase política: la que les hace exclamar “estamos contra la violencia venga de donde venga”; la mentira más exitosa sin necesidad de pasar por las redes.
Crispación política
Aún tengo fresca la imagen del líder independentista Jordi Cuixart subido a un coche destrozado por los violentos, rodeado de secuaces y gritando con una media sonrisa que le filtraba el cinismo: “¡Somos pacíficos!”. Y mientras, los policías y los funcionarios de la justicia se parapetaban acojonados tras las cristaleras rotas del edificio que amenazaban con asaltar y quemar. Seguro que hubiera podido añadir: “Estoy contra la violencia venga de donde venga”.
Desterremos de una vez esas patrañas confeccionadas para alimentar la fe de la parroquia, que la realidad borra. Admitamos que el fin siempre justifica los medios, aunque luego encontremos cien subterfugios para justificarlo. Reconozcamos que nunca denunciamos la violencia ajena con la misma voz sibilante con la que justificamos la de los nuestros. Lo difícil aparece cuando te tienen metido en el medio de la pelea y no puedes apelar a nadie porque todos te consideran susceptible de ayudar al enemigo.
La complicación del momento no está en denunciar la crispación sino, en primer lugar, precisar en qué consiste. Para el presidente Sánchez se provoca crispación siempre que el ciudadano, no digamos el partido, no comparta sus bailes políticos. Es entonces cuando se sube un peligroso escalón y aparece en nuestro horizonte la figura del odiador, un neologismo del momento. Odiar al adversario es casi una profesión cuyo aprendizaje hay que buscarlo no en un oficio sino en una querencia que se identifica también como un juego de niños perversos.
Nada que ver con el odio de clase, porque si algo ha tenido la sociedad en las últimas décadas de mansedumbre es haber achatado los polos y alcanzar un nivel de asimilación paralelo al de la mediocridad; del dicho guerrista de los 80, que aseguraba a quien se moviera que no saldría en la foto, hemos pasado a no admitir otras fotos que las del carnet, que conviene llevar bien visible para evitar equívocos y que se note a quién perteneces.
Tampoco es un odio racial, porque se ha asumido que todos somos incluseros a la búsqueda de una paternidad que se ha ido perdiendo de tanto como han cambiado las familias. Un socialista no es socialista “de raza”, expresión ya de por sí inquietante, sino sanchista; un podemita es pablista; un conservador es casadista; un reaccionario es fascista. La única certeza es que no han llegado las vacunas para la epidemia de odiadores.
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