Opinión

Cristina y la doctrina de la mujer florero

"Afortunadamente vivimos en un Estado de Derecho, y cualquier actuación censurable deberá ser juzgada y sancionada con arreglo a la ley. La Justicia es igual para todos". Discurso de Navidad

"Afortunadamente vivimos en un Estado de Derecho, y cualquier actuación censurable deberá ser juzgada y sancionada con arreglo a la ley. La Justicia es igual para todos". Discurso de Navidad del rey Juan Carlos I en la noche del 24 de diciembre de 2011. Once días antes, Mariano Rajoy había sido investido nuevo presidente del Gobierno, sin que España se hubiera repuesto aún del escándalo provocado por el yernísimo Iñaki Urdangarin, esposo de Cristina de Borbón, acusado de apropiación indebida de fondos públicos y fraude a Hacienda. “Necesitamos rigor, seriedad y ejemplaridad en todos los sentidos. Todos, sobre todo las personas con responsabilidades públicas, tenemos el deber de observar un comportamiento adecuado, un comportamiento ejemplar”. Mismo Rey, idéntico discurso.

El sábado 14 de abril, tres meses y unos días después del discurso navideño, el país se desayunaba con la noticia de que el Jefe del Estado, el del “comportamiento ejemplar” exigible “a todos, sobre todo a las personas con responsabilidades públicas”, había sido intervenido de urgencia en una clínica madrileña, tras haber sufrido un grave accidente en Botsuana cuando cazaba elefantes en compañía de su querida, una sedicente princesa alemana de nombre Corinna y apellido impronunciable. El trompazo había ocurrido en plena madrugada del viernes 13 de abril, mientras España estaba a punto de irse a pique por el sumidero del default, la simple y pura quiebra, con la prima de riesgo por los 560 puntos básicos, pero la Casa del Rey no informó de lo ocurrido hasta las 9,30 de aquel sábado, cuando el Monarca, ya operado, se recuperaba en la UCI del Hospital USP San José de Madrid.

En la tarde del lunes 2 de junio de 2014, el presidente del Gobierno hizo pública la renuncia al trono de España de Juan Carlos I en favor de su hijo, el príncipe Felipe, que días después pasaría a convertirse en Felipe VI, en la única operación realizada con tanto éxito como discreción por el destartalado establisment de un régimen, el del 78, que había llegado exangüe, casi arrastrándose, a la abdicación. Junio de 2014 marca, por eso, el final del régimen de la Transición. La sentencia conocida el viernes sobre el llamado “caso Nóos”, condenando a Iñaki y absolviendo a Cristina, es, sin embargo, un episodio más de ese juancarlismo aparentemente superado, en coherencia con la pieza publicada aquí el 12 de enero de 2016 (“No es el juicio de Cristina de Borbón, sino el de su padre”). El último escándalo de la Transición.     

Ángela Martialay, experta en tribunales de Vozpópuli, ha dicho de la comentada que es “una de las peores resoluciones judiciales que he leído en años, si no la peor”. Casi mil folios de torturado castellano que apenas dedica 3 a absolver a la Infanta de España. Valga la opinión del juez José Castro, instructor durante 5 años del caso: “la sentencia plantea un montón de incógnitas, pero deja claro que el tribunal sentenciador ha dado por bueno que la infanta Cristina era una mujer florero que no se enteraba de nada, que firmaba el autoalquiler de su palacete de Pedralbes sin saberlo, que estaba en la empresa Aizoon siendo una ingenua…” Es evidente que Cristina, hija de Rey y hermana de Rey, ha recibido distinto trato que la folclórica Isabel Pantoja, otra mujer enamorada de su pareja que, sin embargo, fue a dar con sus huesos en la cárcel. Es la “Doctrina de la Mujer Florero”, emula de aquella otra llamada la “Doctrina Botín”, a la que con idéntico derecho aspiran a acogerse Rosalía Iglesias, esposa de Luis Bárcenas, y la exministra Ana Mato, entre otras muchas.

Servidumbre voluntaria

Especular ahora sobre la existencia o no de “presiones” sobre las tres magistradas que han dictado sentencia parece un ejercicio inútil. Probablemente no hayan necesitado ni eso. La infanta no es una cualquiera, de modo que cabe la posibilidad de que, partiendo del principio de la servidumbre voluntaria sobre el que teorizó La Boétie, sus señorías hayan preferido sacrificar la verdad en el altar de la cautela, que siempre será preferible arrostrar algunas críticas extramuros del régimen que contar con la animadversión del mismo. Humano, demasiado humano. Un fallo (en el doble sentido de resolución judicial y de chapuza infecta) en línea con el “pacto del cortafuegos” que Rajoy (“A la Infanta le irá bien”) y su entonces ministro de Justicia, Ruiz-Gallardón, propusieron al entonces rey Juan Carlos: Urdanga asumiría las culpas –no había manera de enmascarar el delito- y entraría en prisión, a cambio de que la Infanta quedara libre de polvo y paja tras una brillante interpretación de la partitura de la mujer tonta y enamorada que no se entera de nada, un papel que ha gestionado con eficacia el fiscal Horrach, convertido en una especie de abogado defensor de la acusada.

Alguien ha argumentado que a la Corona le hubiera venido bien una condena, siquiera testimonial, de la Infanta, entendida la sanción como escarmiento, como mensaje a caminantes de que “de ahora en adelante, aquí no roba ni el rey de España”, pero esa es la cuestión, ese el nudo gordiano, la losa de oprobio que aprisiona el futuro de la Institución. Para condenar a Cristina hubiera sido necesario llevar antes a juicio la conducta de su padre el rey emérito, y eso es precisamente lo que el sistema no puede aguantar, o por lo menos no todavía: someter siquiera a escrutinio público la conducta de Juan Carlos I, origen de la corrupción en cadena que ha terminado anegando la vida política española. El juicio imposible a un personaje que sigue siendo inviolable por razón de cargo. “Hay prohibiciones que no pueden concretarse en un nuevo precepto”, escribía Secondat (Manuel Jiménez de Parga, expresidente del TC) en abril de 2012 en El Mundo. “Por ejemplo, que el Rey no tenga una amante fuera del matrimonio o que no reciba un tanto por ciento de las operaciones económicas internacionales”. Sobre el reinado de Juan Carlos y sobre el origen de su cuantiosa fortuna, los españoles tienen que seguir pasando calzados con albarcas o con la ayuda de esos zancos de madera que en algunos lugares aún utilizan para cruzar ríos o simplemente chapotear sobre el barro.

No ha sido, pues, un juicio a Cristina de Borbón y a su marido, sino a la corrupción del juancarlismo. En este diario la hemos denunciado sin tapujos, de modo que resultaría ocioso incidir sobre el asunto. Yo mismo escribí un libro al respecto, pronto hará 20 años, cuando algunos de los más conspicuos críticos actuales del emérito se la cogían con papel de fumar. Ocurre que la hija de su padre y el marido de la hija de su padre no han hecho, ellos lo creen así, otra cosa que no vieran hacer en casa, en la Zarzuela, durante un montón de años, de ahí la estupefacción del talonmanista, incapaz de entender lo que le ha ocurrido, negado para comprender que la Justicia pretendiera condenar como oprobioso lo que en su suegro no pasaba de ser diaria aventura galante. Se ha perdido una gran ocasión para ejemplarizar, cierto. Y se ha asestado un duro golpe al prestigio de la nueva monarquía que encarna Felipe VI, un hombre en cuyas alforjas no figuraba, que se sepa, ninguno de los gatuperios que pueblan las de su padre.

Una sentencia que hace daño a Felipe VI

Pertenezco a ese grupo de españoles que, ideológica y vocacionalmente republicanos, han optado por posponer el debate monarquía-república para tiempos mejores, ello en vista de los problemas de todo tipo que asedian ahora mismo a una España cuya propia existencia como nación está en entredicho, y en la esperanza de que sean las futuras generaciones las que se encarguen de despejar la incógnita en un entorno mucho más favorable, más próspero, más profundamente democrático que el actual. Para quienes hemos asumido ese compromiso, el respeto al mandato constitucional, la ejemplaridad en la conducta personal y una exquisita neutralidad política son condición sine qua non para la continuidad de Felipe VI en el trono. Todo eso, más la necesidad de hacer olvidar en el día a día el funcionamiento de la Corona durante la Transición como poder autónomo, alejado del control democrático y envuelto en un espeso velo de opacidad, ello con la complicidad de los sucesivos presidentes del Gobierno. En estos casi 3 años de reinado, el talante del nuevo Rey había logrado hacer olvidar no pocas de las tropelías cometidas por su padre. El fallo judicial del viernes quiebra esa tendencia y deja el prestigio de la nueva monarquía muy perjudicado. Esta sentencia le hace daño. ¿Cuánto? El tiempo lo dirá.

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