El procés falleció ayer de muerte natural en las calles de Barcelona. Lo hizo precisamente en la Plaza de España, punto kilométrico cero de la Diada, una metáfora digna de acompañar el final de una epopeya de cartón piedra que tanto daño ha causado a Cataluña y al resto del país, tantos destrozos personales y familiares ha provocado, tantos lazos afectivos ha pulverizado, tanta irracionalidad ha instalado en tanta gente, tanta miseria, tanta pena. El cansancio cristalizó ayer en Barcelona en una manifestación que fue apenas un pálido reflejo de lo acaecido años atrás, nada que ver, desde luego, con aquella impresionante masa que a lo Elias Canetti en septiembre de 2012 deslumbró a Arturito Mas y le animó a subirse en marcha a un tren que creía imparable, llevándole a continuación a disolver el Parlament para reforzar su poder. Sabemos que la noche del 25 de noviembre de 2012 acabó con el Cameron catalán pasando de 62 a 50 escaños (“¡jódete, Arturo!”), en uno de esos históricos revolcones a los que tan merecedores se hacen los falsos profetas.
Hartos de manipulación y engaño. Hastío, indiferencia y asco. Queda todavía mucho fanático en pie, cierto. Quedan los cientos de miles de bocas agradecidas, funcionarios aparte, que viven del régimen clientelar instaurado por Pujol y su Sagrada Familia al inicio de la Transición. Miles de familias que siguen viviendo de esta aventura enloquecida, tipos que siguen controlando el presupuesto, siguen tirando de un dinero público que se resta a políticas de desarrollo y/o a programas de ayudas sociales. Invertir por la patria y olé. Esos, y las decenas de miles de radicales antisistema, la izquierda poscomunista, inesperada compañera de viaje dispuesta a hacerle el caldo gordo a esa “revolución” populista de derechas, ese Movimiento Nacional reaccionario lanzado por una élite conservadora con masía en la Cerdanya, dispuesta a dotarse de Estadito propio con jueces a la carta. Cabecita de ratón. Muchos de esos señoritos convergentes están hoy hasta el gorro, incapaces de soportar un brote más del pegajoso engrudo que los hacedores de patrias huidos a Waterloo y sus maniobras sobre el terreno, patéticos Torras, siguen excretando sin pudor.
Todos hablan ya de “errores”, de “excesos” y de “lo mal que se han hecho las cosas”; todos quieren poner tierra de por medio; todos se apuntan ahora al bando de la “moderación”, cuando hace unos años exponían ufanos su condición de tripulantes de la nave que conducía a la Cataluña nacionalista, contra más de la mitad de Cataluña, hacia la tierra prometida de esa Dinamarca del Sur donde todos nadarían en vino y rosas. La Diada llegaba, por eso, en el peor momento, hasta el punto de que ha sido la parte civil del golpe (Òmnium y ANC) quien se ha encargado de movilizar a la grey, incapaces quienes durante años prometieron que “esta vez sí”, “ahora sí”, de asomar su jeta falsaria al balcón de los delirios colectivos con nuevas promesas de imposible cumplimiento. Lo han hecho aparcando la independencia y tirando de los presos, el único ungüento a mano capaz de mantener prietas las filas, recias, marciales, por la Gran Vía Diagonal van. Los presos, y esa sentencia que llega de Madrid por vía estrecha, el tablón a la deriva al que se aferran los náufragos del prusés.
Más que una manifestación, lo de ayer fue un entierro, el certificado de defunción callejero de un gigantesco engaño que, desenmascarado al fin, llevó a más de la mitad de quienes se manifestaban antaño a quedarse en casa, probablemente víctimas de un irreprimible sentimiento de vergüenza ajena. El “proceso” está muerto, aunque el trampantojo no se vendrá definitivamente abajo hasta que, tras el canto del cisne, rebote del gato muerto, que acompañará la publicación de la sentencia, no se salga de la vía y descarrile en el cruce de intereses que hoy enfrenta a una ERC recrecida con el matonismo de los Puigdemones y sus secuaces, dispuestos desde la distancia a morir con las botas puestas y el estómago lleno. Ese choque de trenes –esta vez sí, choque de trenes- supondrá ir a elecciones autonómicas de las que saldrá una nueva correlación de fuerzas, con ERC como indiscutible fuerza hegemónica dispuesta a gobernar muchos años en alianza con los socialistas del PSC. Con la familia Pujol en casa y con los ricos convergentes de vuelta en sus masías. Con la independencia convertida en un objetivo a muy largo plazo, como la conquista de los cielos para la católica gente de antaño. Business as usual.
Una sociedad muy enferma
Un sociedad sana haría examen de conciencia, reconocería errores, desenmascararía a los vendedores de peines y les condenaría para siempre al ostracismo, dispuesta a caminar de nuevo por la senda de la certidumbre y la razón, esa senda que, con la libertad por compañera, ha propiciado el crecimiento económico y el confort moral a los ciudadanos de los países más avanzados, en el marco de nuestras democracias parlamentarias. Porque siempre he dicho que el de Cataluña (como el del resto de España, por supuesto) es un problema de democracia, de déficit democrático, de pobre calidad de la democracia, carencias que un movimiento xenófobo y supremacista como el separatismo ha exacerbado al máximo. Pero Cataluña es una sociedad muy enferma, víctima de un cáncer cuyas metástasis están extendidas a todos los niveles. Y no hay doctores, dentro de Cataluña, en el resto de España, en el Madrid capitalino, con capacidad para iniciar esos tratamientos antitumorales que, por la vía de las grandes reformas, reclama el enfermo. En todas partes mediocridad asfixiante.
Por eso la circunstancia de esta Diada demediada, la llegada de esta muerte anunciada no es una buena noticia más que para los hooligans. Poco o nada que celebrar. Como las olas que rompen en la playa, esta, ahora en reflujo, volverá un día a tomar fuerza si, aprovechando lo acontecido, no se hace algo, algo importante a nivel de Estado y de sociedad civil, catalana y española. Primeramente en el terreno de la Educación en la escuela, en el terreno de los valores compartidos, en línea de acabar con la falsificación de la historia y restaurar la verdad de siglos de vida en común en toda su extensión. No basta solo con desenmascarar a los embaucadores, los vendedores de crecepelo dispuestos a progresar con su siembra de odio. Hay que hacer algo más. Hay que acabar con la estafa educativa a todos los niveles, porque si no se actúa en tal sentido es claro que más pronto o más tarde el problema volverá y con más fuerza.
Hay que ajustar las clavijas presupuestarias a los gobiernos de la Generalitat. No puede ser que los impuestos de los ciudadanos se dilapiden en “embajadas” en el exterior y otras prácticas del mismo tenor. Y hay que acabar con la utilización de los medios de comunicación públicos al servicio de la élite separatista y contra los intereses de una mayoría de catalanes. Lo de TV3 es una situación insólita, ciertamente incomprensible, en el panorama de las democracias europeas. Una criminal dejación de la Administración Pública. Es imprescindible lograr al menos cierta neutralidad en los espacios públicos, nutridos con el dinero de todos los españoles. Siendo conscientes de que esto, solo esto, únicamente esto, no arreglará en absoluto los déficits que padece una democracia como la española necesitada a gritos de un reseteo integral que incluya, como primer objetivo, la recuperación del prestigio de las instituciones. Todo parado, sin embargo. Desde finales de 2013 no se acomete una sola reforma. Somos un rebaño tutelado por gañanes milagrosamente convertidos en pastores, solo interesados en sus riñas de poder. Con nadie en el puente de mando, España es como uno de esos barcos fantasma que describe Conrad, navegando sin rumbo perdidos en la niebla. Pura inercia.
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