Carretero, mi padre, no sabe quién es Andrés Gil, algo que me imagino que le sucede a muchísima gente. Le aclaro que se trata del periodista que ha podido ser presidente de RTVE.
–¿Tú le conoces?
–Sí, claro.
–¿Y cómo es?
–Una buena persona. Un tipo honrado. Un buen periodista.
Se queda callado un momento y luego dice, con cara de compasión:
–En ese caso no me extraña que se lo hayan comido vivo. ¿No presidirá esa cosa, entonces?
–No.
–Mejor para él. Y peor para todos. Este país no está acostumbrado a que las buenas personas manden en la tele.
–¿A qué tele te refieres?
–A todas.
Conocí a Andresín hace como veinticinco años. Era un crío que sonreía siempre, que creía en su oficio y que ya escribía muy bien. Trabajamos juntos durante un tiempo y nos hicimos amigos, cosa nada difícil porque Andresín es, ya digo, una buena persona que se hace querer. Luego la vida nos separó: el oleaje le llevó a la prensa gratuita, a los periódicos del Grupo Prisa, yo qué sé dónde habrá andado metido. El otro día, cuando saltó la noticia, me enteré de que hace tiempo que ha tocado puerto en un diario digital bastante leído, de marbete progresista.
Me sobresalté cuando oí que le iban a nombrar presidente de la televisión pública: eso sí que no me lo esperaba, porque Andrés sigue siendo una buena persona. Iba en un taxi camino del médico. El taxista era de los de antes, un señor mayor de los que ponen la radio para cabrearse. Quedan pocos de esos pero todavía se encuentran. En Intereconomía estaban diciendo de Andresín cosas que seguramente no se habrían atrevido a decir de Charles Manson o de Jack el Destripador. Lo más suave que le llamaban era podemita, pero el tipo que hablaba soltaba el adjetivo como si escupiera, como si le diese mucho asco, como si hablase de una enfermedad de transmisión sexual. Y esto sobre todo: estaba clarísimo que aquel esbirro no tenía ni la más repajolera idea de quién es Andrés Gil.
En las horas siguientes se produjo algo extraordinariamente parecido a un linchamiento. Ni cristo bendito sabía quién es Andrés, pero eso era lo que menos importaba: lo había propuesto el bocachanclas de Pablo Iglesias (lo de bocachanclas es adjetivo mío, que conste) y eso bastaba para convertir a Andrés en un liberticida, en un mercenario, en un manipulador, en un comunista, en un venezolano de la peor especie. Le pregunto a Carretero si ha oído lo que ha dicho de Andrés la señora Cospedal. Me dice que sí.
–¿Y qué te parece?
–Pues lo normal. Lo que cabía esperar. Esa mujer no ha tenido vergüenza en su vida y no va a empezar ahora, que ya tiene una edad.
Yo no sé si Andrés Gil se habrá hecho de Podemos. Puede. La gente es capaz de hacer cosas muy raras. Pero sí sé, porque le conozco, que no habría hecho de RTVE un aparato de propaganda al servicio de nadie
Cospedal dijo que, con el nombramiento de Andrés, el presidente Sánchez pretendía “regalar TVE a Podemos para que la convierta en un aparato de propaganda, de manipulación, de odio y de división”. Sin la menor duda sabe de lo que habla, porque eso es exactamente lo que hizo el PP cuando se cargó la ley de Zapatero que pretendía impedir que la televisión pública fuese el aparato de propaganda del partido gobernante. De cualquier partido. Que lo había sido de todos. Durante unos años, mientras duró la ley, en TVE daba gloria trabajar, y eso lo dicen los periodistas que estaban allí. Pero gracias al gobierno en el que Cospedal era ministra, TVE volvió a ser un “aparato de propaganda, de manipulación, de odio (recuérdese la montaña de mentiras que urdieron sobre el 11-M) y de división”. La prestidigitadora verbal que inventó, para Luis Bárcenas, aquella joya del finiquito simulado con indemnización diferida anteroposterior al logaritmo neperiano del carro que le robaron anoshe cuando dormía, estaría, en no pocas ocasiones, muchísimo más guapa callada.
Yo no sé si Andrés Gil se habrá hecho de Podemos. A lo mejor. La gente es capaz de hacer cosas muy raras. Pero sí sé, porque le conozco, que Andrés no habría hecho de TVE un aparato de propaganda al servicio de nadie. Habría intentado pilotar una televisión verdaderamente pública, libre de servidumbres partidistas, porque esa es su manera de ser, eso es lo que ha pensado siempre. Pero eso no se lo ha creído nadie, naturalmente, primero porque no le conocen y segundo porque a ningún partido le interesa una televisión así; una televisión, como dice Carretero, al servicio de los ciudadanos y no de los políticos. Que son, junto a los periodistas que de su mano comen, los que han crucificado a Andrés con una saña digna de los que clavaron al santo de su nombre en una cruz con forma de aspa. Sin piedad. Sin vergüenza.
–Convéncete, Luis –me dice mi padre–, no todos los políticos son iguales. Pero los que sí son iguales, que son muchos y están en todos los partidos, se caracterizan porque se creen mucho más listos que los ciudadanos. Y suelen presumir de que nos tragamos sus mentiras, por gruesas y bastas que sean. Yo creo que están equivocados, ¿tú no?
No digo nada, claro. Él se queda mirando por la ventana y dice:
–Si ves a tu amigo Andrés, dile que me alegro por él.
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