Pronto hará siete años que el caso de la manada de Pamplona dio lugar al “hermana, yo sí te creo”, puso en marcha la maquinaria que hoy dirige Irene Montero y provocó que se empezara a hablar de Justicia con perspectiva de género. De aquellos polvos, estos lodos.
En su día, el asunto me revolvió tanto —mi hija era entonces solo un par de años mayor que aquella chica— que leí toda la información que pude encontrar, incluida la larguísima sentencia que sembró en mí más dudas que certezas sobre la independencia de los jueces frente a las manifestaciones feministas. Y cuando compartía aquellas dudas con gente de mi edad, todos me decían que era imposible que una chica de 18 años hubiera accedido voluntariamente a tener sexo con cinco hombres. En cambio, a mí, que tenía alguna alumna adolescente que se ponía en peligro todos y cada uno de los fines de semana, no me parecía inverosímil.
Aun así, pensé que aquel asunto sería un hecho aislado y extremo, una repugnante costumbre exclusiva de aquella pandilla. Cuál no sería mi sorpresa cuando, a raíz de aquella manada, otras comenzaron a salir a la luz. Lo extraño es que las únicas que se hacían famosas eran aquellas en las que los hechos no estaban claros —caso Arandina— y, sin embargo, de las que eran indubitables apenas se informaba; quizá porque los violadores fueran extranjeros y, algunos, menores. Ahora, la última que ha llegado a nuestras pantallas es la manada de Castelldefells, en la que hay españoles, rumanos y cubanos.
Si se te ocurre recordar que el sexo no es inocuo —puedes enamorarte, puedes coger alguna enfermedad, puedes quedarte embarazada— te llaman aguafiestas
De un tiempo a esta parte, la hipersexualización de la sociedad parece habernos vuelto ciegos ante el hecho de que el sexo es para muchos de nuestros jóvenes una actividad lúdica más. Y si se te ocurre recordar que el sexo no es inocuo —puedes enamorarte, puedes coger alguna enfermedad, puedes quedarte embarazada— te llaman aguafiestas. Pero, como decía mi padre, todo en exceso es malo y el sexo puede llegar a convertirse en una adicción. Quien a los 20 años necesita acostarse con cuatro o cinco personas a la vez, a los 40 no conseguirá excitarse a menos que participe en el acto toda su comunidad de vecinos, perros y gatos incluidos.
La cuestión es que parece que cada vez hay más hombres aficionados —adictos, diría yo— a compartir la misma mujer y, lo que más me sorprende, también más chicas que se presten a ello, imagino que por la sensación de empoderamiento que se debe alcanzar al sentirse deseada por varios a la vez. La joven (21 años) que estos días está en los juzgados por la manada de Castelldefels había dejado un audio en el grupo en el que decía: “chicos, la semana que viene me podéis follar todos”. Que las cosas luego se salieran de madre es el asunto que está en los juzgados, pero según un pantallazo que quieren rescatar los abogados de los acusados, el único requisito que ella habría puesto era que aquellos a quienes no conocía se pusieran preservativo. Como si las enfermedades venéreas solo pudieran transmitirse entre desconocidos.
La confusión en la que nos sumerge el feminismo moderno, que por un lado te anima a que seas una depredadora sexual y compitas con los hombres y, por otro, pone el grito en el cielo si un chico mira a una chica con deseo
Pienso que esta situación se debe a varios factores: los niños acceden cada vez más pronto al porno, las redes sociales prometen satisfacción inmediata y el relativismo moral hace su trabajo. Como, por ejemplo, la confusión en la que nos sumerge el feminismo moderno, que por un lado te anima a que seas una depredadora sexual y compitas con los hombres y, por otro, pone el grito en el cielo si un chico mira a una chica con deseo.
Así, tenemos casos tan chuscos como el de la discoteca Waka en Sabadell, en el que una menor (16 años) se emocionó tanto que no pudo evitar hacerle una felación a un chaval en medio de la pista de baile. Alguien lo grabó y lo compartió en redes sociales, y a la madre de la zagala se le ocurrió que sería buena idea acusar al joven de haber drogado a su hija para obligarla a mantener relaciones sexuales con él —ay, esas droguitas tan buenas que no dejan rastro, cuánto daño hacen en las mentes maternas—. Por suerte para el muchacho, los mossos han descartado tanto la agresión sexual como que la menor estuviera bajo los efectos de las drogas. Me pregunto si la madre se estará pensando qué educación le ha dado a su hija o si seguirá considerando que ella y su niña son unas pobres víctimas del patriarcado.
Yo no he sido ninguna santa y he conocido muy bien la noche, no hablo desde la atalaya moral de un miembro del Opus Dei. Pero, viendo como veo a niñas de 13 años enseñando toda la piel que pueden, a candidatas a la comunidad de Madrid perreando y a niñas haciendo twerking (me van a perdonar que este vídeo me lo salte para no atraer a pedófilos ni pederastas), me pregunto en qué momento hombres y mujeres dejamos de respetarnos a nosotros mismos.
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