Platón aseguró que el mejor estado era aquel en el cual había menos gente con ansias de gobernar. Si esto es así, hemos de coincidir que España es un auténtico desastre. Aquí todo quisque daría el brazo de su cuñado por gobernar. Muchos se afilian a esas oficinas de colocación denominadas partidos políticos con la esperanza de conseguirlo. Porque todo españolito que entra en política anhela el cargo público, sea al nivel que sea.
Es una ambición retorcida dado que no se desea el poder para servir al público, sino para servirse de él. Los votantes son vistos como clientes a los que hay que convencer de que tu detergente lava más blanco con todos los métodos posibles, incluso arrastrar por el fango a tus rivales. No existen límites morales para el que quiere ocupar un despacho oficial y en cuanto a los legales considero superfluo señalar que en nuestro país las líneas que deberían delimitar un terreno de juego limpio y justo son más que difusas.
Los votantes son vistos como clientes a los que hay que convencer de que tu detergente lava más blanco con todos los métodos posibles
Esa mal entendida ambición nace de la envidia y la picaresca que nos lleva a creer que podremos trabajar menos, ganar más y vivir como príncipes sin serlo. Las sociedades protestantes, con todos sus defectos, tienen una idea de la probidad en la vida pública más elevada. Allí se dimite por haber mentido en un expediente académico, usar indebidamente un vehículo oficial, por tener un pariente poco recomendable o por saltarse un semáforo. No se concibe que quienes redactan las leyes sean los primeros en saltárselas, aunque sea una normativa municipal. Recuerdo el caso de un concejal holandés en un pueblecito que fue conminado a dimitir porque se llevó un saco de abono para su jardín del almacén municipal. No sirvió que jurase que pensaba reponerlo y que si había cometido aquella falta fue porque era domingo y no había ninguna tienda abierta.
Aquí esto provocaría una sonrisa condescendiente en la caras de muchísimos padres y madres de la patria. Los españoles estamos en primero de democracia y juzgamos a nuestros políticos como algo ajeno a nosotros, como si fuesen de otra galaxia. Nos encanta encumbrarlos para después hundirlos en el fango, nos creemos más listos que ellos, más honestos, más astutos y, cuando no hay más remedio que reconocer que han metido las manos en la caja, un de dos: o lo negamos como si se tratase de nuestro padre porque “es de los míos” o lo despachamos encogiendo los hombros y diciendo “Todos roban, si yo pudiera también lo haría”.
Los españoles estamos en primero de democracia y juzgamos a nuestros políticos como algo ajeno a nosotros, como si fuesen de otra galaxia
¿Qué país puede esperar solucionar sus problemas con esta actitud? ¿Quién puede exigirle al Gobierno que no mienta si nosotros somos los primeros que lo hacemos a diario por mil motivos en el trabajo, en casa, con los amigos o incluso en la cama?¿Cómo puede aspirar una nación a la excelencia de esta manera? Porque bien está que se demuestre a los políticos el desagrado mediante silbidos pero, miren, las encuestas dicen que hay muchísima gente que piensa votar a Sánchez. O a los comunistas. O a los separatistas. O, y esto me parece infinitamente más vomitivo, a los bilduetarras.
Algo no funciona desde hace tiempo, algún resorte se rompió en su día y nadie se ha detenido a repararlo. Quizá sea nuestra condición obrar así, pero no me resigno a creer que estemos condenados a que manden siempre los ambiciosos, los mediocres, los pillos o los tontos. Digo que no me resigno, no que no vaya a ser posible. A los hechos me remito.
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