Opinión

Cuando salí de Cuba

Fidel Castro y Felipe González en 1984. EFE

Es el título de una melódica canción, con mucho la mejor de las cantadas por Luis Aguilé, que los de mi generación pudimos escuchar y espero que todos recordar. Por los avatares de la Historia, en este momento la enésima crisis del autocrático modelo castrista ha vuelto a situar a Cuba en el plano de la actualidad y no he podido resistirme a compartir con los lectores de Vozpópuli lo que fue mi particular experiencia cubana.

Corría el año 1992 y la extinción de la antigua Unión Soviética había provocado la abrupta desaparición de su asistencia financiera a Cuba, cuya economía había vivido durante décadas entubada a las remesas provenientes de Moscú. Aquella crisis -bautizada allí eufemísticamente como “periodo especial”- fue de tal dimensión que, además de provocar que un nuevo grupo de balseros integrantes de la “gusanera” embarcara desde el malecón habanero rumbo al sueño de Miami, provocó también que la población llegara a pasar hambre. La obsesión de los países socialistas por registrar todo tipo de estadísticas posibilitó conocer que en pocos meses y como promedio cada cubano perdiera entre cuatro y cinco kilos.

Ante la catastrófica situación desatada, Felipe González decidió apostar porque España ayudara a superarla y se desplazó a La Habana a parlamentar con Fidel. Le prometió nuestra ayuda y la de la Unión Europea, requiriendo que, a cambio, el sistema cubano diera pasos en la dirección de una cierta democratización política y hacia una reforma económica que proporcionase autosuficiencia a la economía cubana. Fidel prometió la primera cuestión que después incumplió flagrantemente y solicitó asistencia para la segunda, cuestión para la que Felipe envió a Carlos Solchaga que para entonces era ya exministro. Esa fue la antesala de mi experiencia en Cuba.

La misión de Solchaga ante los dirigentes económicos resultó explosiva en lo personal, pues entre él y los entonces dirigentes del Gobierno castrista, incluido el propio Fidel, no hubo química alguna. El estilo del antiguo ministro de Felipe González, excesivamente directo y no exento de prepotencia y/o soberbia, levantó ampollas entre sus interlocutores. Sin embargo, su diagnosis de la situación económica cubana y la terapia que propuso para superarla fueron absolutamente acertadas.

Propuso Solchaga que Cuba permitiera el arranque de cierta iniciativa empresarial privada interna que posibilitara el introducir un mínimo mercado interior, así como aligerar el importe de la nómina del Estado

Ante la inexistencia de recursos financieros en la isla, la ausencia casi absoluta de mercado y el lastre que suponía tener a la totalidad de los cubanos en la nómina del Estado, Solchaga propuso varias medidas correctoras. Una fue que el Gobierno cubano posibilitara la entrada de capital exterior para financiar el relanzamiento de la industria turística de Cuba, necesitada de la rehabilitación de los viejos y destartalados hoteles existentes y de la construcción de otros nuevos. A tal fin, se impulsaron las llamadas empresas mixtas en las que participaron al 50% una sociedad extranjera y el propio Estado cubano. También propuso Solchaga que Cuba permitiera el arranque de cierta iniciativa empresarial privada interna que posibilitara el introducir un mínimo mercado interior, así como aligerar el importe de la nómina del Estado. Con dicho objeto, el Gobierno castrista permitió la existencia de pequeños empresarios individuales, nuestros autónomos, que allí se llamaron “cuenta propia”, para que explotaran taxis privados, vendieran libremente objetos de artesanía o ejercieran el negocio de hostelería en sus propios domicilios particulares, los denominados “paladares”. Eso sí, cumpliendo rigurosamente el requisito de no tener empleados, ya se sabe que para los marxistas tal cosa supone la explotación del hombre por el hombre.

Como colofón lógico a las propuestas descritas, Solchaga aconsejó a los dirigentes cubanos que pusieran en marcha un sistema tributario con el que se gravasen los beneficios de la incipiente economía privada, empresas mixtas y cuenta propios. De ese modo también se lograrían nuevos recursos para la necesitada economía cubana. Pese a su evidente razonabilidad, la sugerencia de crear impuestos provocó un espasmo a las autoridades económicas y políticas de la isla. En Cuba no existía tradición impositiva pues, desde la instauración del castrismo, solo existían pequeños tributos locales, absolutamente marginales. “Ya tú sabes que nosotros no sabemos de impuestos”, “has de saber que en El Cerro, -universidad de La Habana- no se enseñan desde 1.959”, “no tenemos ni fiscalistas ni Administración tributaria”, “Fidel nos prometió que la Revolución nos liberó de pagar impuestos”, fueron las objeciones que escuchó Solchaga. Todas fueron refutadas sólidamente por el navarro con la oportuna argumentación económica y, además, ofreciendo superar las carencias cubanas a través de la correspondiente asistencia técnica del Gobierno español para diseñar un sistema tributario en Cuba, organizar la Administración tributaria cubana y formar técnicamente al grupo de profesionales que fueran a dirigirla. La oferta fue aceptada por el castrismo y tuve la inmensa fortuna de formar parte de la misión española que asistiría al Gobierno cubano en su entonces proyectada senda hacia el Estado fiscal.

El primero de mis viajes a Cuba como miembro de la citada misión me impactó de manera extraordinaria. A las pocas horas de aterrizar visioné desde la habitación del hotel el noticiario que emitía la televisión cubana. En su primera parte “Noticias del interior” la pantalla estaba perfectamente iluminada mientras una voz de mujer, tan sensual como la de nuestra Susana Griso, iba relatando: En la provincia de Santiago la brigada Marta Manchado había logrado montar mil bicicletas importadas por piezas desde China, cumpliéndose los objetivos; en Cienfuegos, el profesor de Tecnología Oswaldo Rodríguez había impartido a los agricultores cinco cursos de cultivo hidropónico, cumpliéndose los objetivos; en La Habana, la policía del Minim -Ministerio del Interior- había logrado detener a cien ladrones de fulas -dólares- a los yumas -turistas-, cumpliéndose los objetivos.

A continuación, se ensombrecía la pantalla y una voz tan ronca como la de Paco Rabal empezaba a contar las “Noticias del exterior” narrando que el terrorismo había asesinado a decenas de personas en Belfast, que en Venezuela Carlos Andrés Pérez estaba acusado de corrupción, que en España la crisis económica provocaba que hubiera un 25% de españoles en paro. Sin duda, esta televisión castrista pretendía que los cubanos agradecieran la fortuna de poder disfrutar de los logros de la Revolución cubana y estar eximidos de vivir en la salvaje jungla capitalista. Y, pese a que se estaba iniciando una incipiente desafección hacia el sistema entre la población, la pretensión de la dictadura era básicamente lograda.

No fueron pocos los que, de modo explícito, se compadecían de nosotros por nuestra malhadada suerte de tener que sufrir la crisis económica española, ellos que apenas llegaban a poder adquirir los alimentos imprescindibles para sobrevivir

Pude comprobarlo cuando los cuatro componentes de la misión española paseábamos por las calles de Habana Vieja. Fueron muchos los habaneros que se acercaban a saludarnos y que en un afán por “resolver” -término que utilizan como sucedáneo de “subsistir” en el dificilísimo periodo especial que les mantenía en el límite de la supervivencia-, nos ofrecían cajas de puros, los servicios de mulatas o comprimidos de PPG, el afrodisíaco local que había sido descubierto casualmente. Y entre ellos, no fueron pocos los que, de modo explícito, se compadecían de nosotros por nuestra malhadada suerte de tener que sufrir la crisis económica española, ellos que apenas llegaban a poder adquirir los alimentos imprescindibles para sobrevivir.

Algunos llegaron a preguntarnos, en una aplicación mimética del antes reseñado 25%, cuál de nosotros cuatro era el que estaba en paro. Era evidente que el monopolio informativo del Gobierno cubano constituía un instrumento básico para que pudiera perdurar una dictadura tan férrea como la castrista que generaba además una pobreza límite a la población. El otro era el severo control policial que ejercía sobre los cubanos, circunstancia que también pudimos observar recorriendo las calles y recovecos de La Habana, en las que se veían tantos uniformes de policía como las famosas vestimentas íntegramente blancas que utilizan los iniciados en la Santería durante el año que sigue a su iniciación.

Abordando el final de la película, sabido es que, incumpliendo el compromiso asumido con Felipe González, Fidel Castro no abordó la más mínima reforma democrática. Como tampoco lo han hecho sus sucesores. Y en cuanto al contenido de la misión española de la que formé parte, el sistema fiscal que ayudamos a diseñar se convirtió en un modelo antes punitivo que impositivo, la Administración tributaria que ayudamos a organizar lo utilizó como un instrumento más para el control político de la población y los cuadros directivos que formamos profesionalmente residen hoy en su casi totalidad en Miami o en Madrid.

El cariño hacia lo español

No quiero que la constatación del fracaso de aquella misión de asistencia técnica me impida expresar que, desde la perspectiva humana, la experiencia fue fascinante. Comprobar el cariño que se destila en Cuba hacia España, lo español y los españoles resultó más que gratificante. Las relaciones personales con los integrantes de la contraparte cubana de nuestra misión no pudieron ser más satisfactorias y emotivas. Y la gratitud que demostraron por nuestro esfuerzo, también. De hecho, conmigo tuvieron, primero, el detalle de otorgarme sendos títulos honoríficos de reconocimiento concedidos por la Aduana de la República de Cuba y por la ONAT, la Organización Nacional de Administración Tributaria cubana. Y después, en 1999, siendo ya director de la Agencia Tributaria, el detallazo de nombrarme profesor especial de la Universidad de la Habana, título que me fue entregado en una emotiva ceremonia celebrada en El Cerro.

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