Opinión

Cuando gana la verdad

Esto es algo así como el homenaje pendiente a un tipo que eligió decir la verdad cuando sabía muy bien cuán beneficioso sería, para su carrera profesional, haber mentido. No lo hizo. Gracias

Recordemos aquella máxima que nos enseñaban de niños: “Dios premia a los buenos y castiga a los malos”. Es posible. Hay que creer que eso es posible, aunque uno tenga más que serias dudas sobre la existencia de Dios. Pero la creencia firme en que al final, por más lejos que esté ese final, se hace justicia y triunfa la verdad, y la mentira y la calumnia son derrotadas, y se hace la luz, esa creencia es una de las cosas que nos mantienen vivos a muchos. Esa convicción firme en la prevalencia final del bien, y no del mal, da fuerzas a nuestra perseverancia, apuntala nuestro optimismo y sostiene –muy a duras penas, a veces– nuestra convicción de que la democracia es un asunto por el que merece la pena pelear. Todos los días.

Hay un hombre bueno, un hombre sencillo y honesto, un más que acreditado profesional en su trabajo, que ha abierto la boca –no es la primera vez–, después de quince años largos. Se llama Juan Jesús Sánchez Manzano. Es comisario jubilado de Policía. Nadie le reconocería por la calle, pero es una de las personas que más sabe en España sobre atentados, bombas y su desactivación. Era el jefe de los Tedax (la unidad especializada en neutralización de explosivos) cuando se produjeron los espantosos atentados del 11 de marzo de 2004, que dejaron en las estaciones del tren 193 muertos y alrededor de 2.000 heridos.

Los crímenes yihadistas no cambiaron el resultado de aquellas elecciones. Lo cambió la mentira, aquel asesor, aquel hijo de su madre que sugirió lo de que “si han sido los moros, perdemos”

Este hombre, un verdadero profesional, detectó inmediatamente que en aquel crimen, más sanguinario que ningún otro en la historia contemporánea de España, había algo raro: el explosivo que se había usado. No habían dado las ocho de la mañana de aquel jueves cuando las bombas estallaron en los trenes y sembraron Madrid de pedazos humanos. Siete horas después, a las tres de la tarde, el comisario Sánchez Manzano y sus agentes ya tenían perfectamente claro que el explosivo que se había usado no era el que habitualmente usaba ETA, la Titadyn de color rojizo, sino otra cosa de tono blanco y mucho más devastadora: los agentes ya habían hallado restos de Goma 2 Eco, y detonadores, y cintas con cánticos de El Corán. A las tres de la tarde, los policías especializados sospechaban muy fundadamente quién podría haber sido (los grupos islamistas), pero estaban completamente seguros de quién no había sido: ETA.

Pero todo se torció. Había elecciones generales tres días después. En algún momento apareció un asesor del partido de la Gurtel, que estaba entonces en el Gobierno con Aznar al frente. Un asesor cuyo nombre no conozco, y la verdad es que me alegro. Un tipo de cuya alma ponzoñosa partió la idea: “Si ha sido ETA, barremos en las elecciones. Pero si han sido los yihadistas, ganará el PSOE”. Aquel desalmado fue el origen de la más gigantesca, despiadada y larga mentira de toda la historia de nuestra democracia. Tenía que haber sido ETA la que llenó Madrid de sangre, porque para ellos había una cosa mucho más importante que la sangre, el pánico o los muertos: el poder.

Y así salió el ministro Acebes, con su cara de yeso, a las ocho de la tarde (cinco horas después de las tres) para anunciar que la “principal hipótesis” que manejaba el Gobierno era que el crimen lo había cometido ETA. Ya sabía que no era verdad. Así el presidente Aznar llamó por teléfono a los directores de varios medios de comunicación para garantizar personalmente que había sido ETA. Y no era verdad. Así el Gobierno telegrafió a los embajadores de España en el extranjero (lo hizo la ministra Ana Palacio) para instruirles en la consigna de que los criminales habían sido los etarras, y ordenarles que mantuvieran, contra viento y marea, aquella versión. Que no era verdad. Así se acabó presionando al comisario Manzano, tiempo después, para que dijese en público que había sido ETA. Y no lo hizo porque sabía perfectamente que aquello no era verdad.

Era mentira. Y lo sabían. Lo supieron siempre

Así se organizó, en cierta clase de prensa que ha desacreditado para muchos años el prestigio y la función primera del periodismo, que es decir lo que se sabe que es verdad, la patraña más repugnante que han vivido los medios de comunicación españoles desde la guerra civil: repetir que aquello lo había perpetrado ETA. Y no era verdad. Y sabían que no era verdad, pero les importó un rábano. Los estómagos agradecidos, los sobrecogedores, los asoldados, los amiguetes, los que tenían –y tienen– en su torrente sanguíneo seis partes de odio, tres de rencor y una de plasma, repitieron y repitieron durante una década entera que había sido ETA, cuando sabían muy bien que no era verdad; recurrieron a la estratagema asquerosa de algunos programas televisivos de ciencia ficción, que animan al espectador tonto a “no creer en la verdad oficial” (dan a entender que la verdad oficial es siempre falsa, por definición) y a convencerse de que las pirámides de Egipto las construyeron los extraterrestres, o que las vacunas provocan autismo, o que el cáncer es producto del adulterio. O que aquellas bombas las puso ETA. Que bien podría haberlas puesto, menudos eran. Pero es que no era verdad.

Era mentira. Y lo sabían. Lo supieron siempre.

Después de aquella infausta fecha, cierta clase de Prensa desacreditó para muchos años el prestigio y la función primera del periodismo, que es decir lo que se sabe que es verdad

Aquella madrugada fantasmal, goyesca, del 13 de marzo de 2004, yo estaba en la cama. Me despertó un rumor como de río desbocado, de furor en el aire, de ira gimiente que movía las paredes del dormitorio: por delante de mi casa caminaba, casi corría, una inmensa multitud sin banderas ni nombres, gente que solo gritaba una cosa: “Quién ha sido”. Me vestí a toda prisa y me uní a la muchedumbre, sin saber hacia dónde iba. Acabó aquello (eran varios caudales humanos que confluían desde diversos puntos cardinales, como en una inundación) en la calle de Génova, frente a la sede del partido de la Gurtel. Quién ha sido. Quién ha sido. Durante horas se oyó aquella pregunta que no tuvo respuesta, casi hasta que el alba hizo bajar la marea y volvimos a casa a no poder dormir.

No fueron los criminales yihadistas quienes cambiaron el resultado de aquellas elecciones, que ganó, contra casi todo pronóstico, el PSOE de Zapatero. No hubo ninguna conspiración bajo ninguna alfombra. No hubo ninguna estrategia maquiavélica. Todo eso son bobadas. Lo que sí hubo fue una gigantesca, atroz, desalmada mentira inventada desde el poder y mantenida luego, durante años y contra toda decencia y todo respeto hacia los muertos, por los medios de manipulación que apoyaron a aquel Gobierno mendaz. Los crímenes yihadistas no cambiaron el resultado de aquellas elecciones. Lo cambió la mentira. A aquel asesor, aquel hijo de su madre que sugirió lo de “si han sido los moros, perdemos”, no se le ocurrió decir lo más fácil, lo más evidente, lo más visible: “Si no contamos la verdad, perdemos”. Y así fue.

No estoy nada seguro de que Dios premie a los buenos y castigue a los malos. Pero me alegro de que aquel hombre que dijo la verdad desde el primer momento, el comisario –hoy jubilado– Sánchez Manzano, prefiriese entonces, y prefiriese siempre después, mirar a su mujer, a sus hijos y al tipo que le contempla desde el espejo con la conciencia limpia, sin sentirse un canalla ni un esbirro de nadie. Porque dijo la verdad cuando sabía muy bien cuán beneficioso sería, para su carrera profesional, haber mentido. No lo hizo. Gracias.

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