Nuestros queridos abuelos, nuestros segundos padres. Nuestros recuerdos de infancia, adolescencia y temprana adultez no pueden entenderse sin ellos. Los que hemos tenido la suerte de disfrutar creciendo con ellos, de que nos aporten ese tierno balance entre un proteccionismo consentidor, acérrima admiración, sabiduría errante e infinita dulzura.
Cuando hemos disfrutado de una relación tan estrecha con nuestros abuelos, el momento en el que empiezan las despedidas se vuelve desgarrador. Que sea ley de vida a nadie le convierte en inmune o mejor preparado ante el incuestionable vacío que dejan.
Para todos aquellos que hemos visto la exposición de Isabel Quintanilla en el Museo Thyssen y su retrato de lo mainstream de los años sesenta y setenta de la clase media española nos vendrán rápidamente a la mente nuestros queridos abuelos. De aquellas estancias y objetos presentes en prácticamente cualquier hogar: los vasos Duralex en los que hemos bebido zumo para merendar, la máquina de coser (en mi caso, la Singer de mi abuela) donde todo roto tenía solución o las cortinas de ganchillo blanco como nuestro mejor escondite.
Antes los objetos duraban, no perecían y pasaban a ser parte de la historia compartida entre nuestros abuelos y padres hasta llegar a nosotros. Para todos aquellos que hemos comenzado el proceso de decir “hasta luego”, comprobamos que las escenas pintadas por Isabel Quintanilla nos “hablan”, nos “tele-transportan” a esos recuerdos tan vivos y tan presentes de un pasado no tan lejano.
En cambio, el presente más reciente nos sacude vivamente recordándonos que no llegamos a este mundo para quedarnos eternamente, que los vasos Duralex también sirven para hacer pasar las pastillas, que la máquina de coser también sirve como bonito elemento decorativo cuando ya no puede ser utilizada, o que las desgastadas cortinas de ganchillo blanco apenas dejan pasar la dosis diaria de tenue luz y rayos de sol cuando ya no se puede salir más a la calle.
Envejecer es un proceso feo, cualquier romanticismo que se le quiera encontrar responde a querer esconder la degradación física y mental que lenta pero segura avanza carcomiéndose la esencia de lo que en un pasado se fue. Es un proceso desagradable y desesperante tanto para la propia persona, si es consciente, como para la familia que le rodea. José María Pou, a través de su personaje Andrés, en la obra El Padre, en cartel en el teatro Bellas Artes, muestra esos difíciles momentos de paciencia y cambio de roles, en los que tus padres se convierten en padres de tus abuelos.
Paciencia y comprensión
Mirando a izquierda y derecha, entre el público, pude percibir muchos ojos lagrimosos y sonrisas cómplices. Para aquellos, como yo, que lo vivimos desde la perspectiva de nietos, no podemos dejar de observar la fragilidad humana mientras nos convertimos en abuelos de nuestros abuelos devolviéndoles toda la paciencia, comprensión y ternura que, en un pasado han tenido con nosotros.
Es complicado hacerse a la idea que la persona que tienes en frente ha dejado, de alguna manera, de ser la persona que un día conociste, que la mente, en muchos casos, empieza a jugarle malas pasadas, que las conversaciones se vuelven más vacías por la pérdida de memoria, pero al menos, sigues detectando ese brillo en la mirada que esconde un profundo sentimiento de amor.
Es, en definitiva, un proceso muy frustrante en el que el ser humano, como ser perecedero que es, se va apagando lentamente ante tus ojos siendo nosotros, los familiares, testigos de manera impasible de ese proceso.
(Reflexiones con la música de fondo de First two pages of Frankenstein de The National)
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