Opinión

Cuatro plumas para Sánchez

Pero para dimitir, Pedro Sánchez debería conocer el significado de la palabra honor. Y los que son como él hacen mofa de este concepto. El honor, rara virtud que Kypling

Pero para dimitir, Pedro Sánchez debería conocer el significado de la palabra honor. Y los que son como él hacen mofa de este concepto. El honor, rara virtud que Kypling creía que debía atesorar cualquier persona antes que la riqueza, la sabiduría o la grandeza, ha hecho que a lo largo de la historia infinidad de seres hayan entregado lo mejor de sus vidas por un bien superior. El honor, concepto que implica renunciar al bienestar, a la comodidad, incluso al beneficio personal.

¿Cómo hacerle entender a quien ha vendido primero a su partido y después a su patria ese grandioso concepto? ¿Cómo explicarle que esconderse miserablemente detrás de los reyes no evitaría que le abucheasen de una manera jamás vista en nuestra democracia? ¿Cómo hacerle entender que resultaba grotesco viendo desfilar a nuestras fuerzas armadas, ejemplo y timbre de honor, sacrificio y esfuerzo anónimo?

Sánchez no puede entender esto porque es un ser humano muerto interiormente, que ya decía Cervantes, soldado, persona de honor y genio de nuestras letras, que un hombre sin honor es peor que un hombre muerto. He ahí el drama. Preside el Gobierno alguien que es un cadáver desde un punto de vista moral. No le importa que le chillen o que no pueda pasear por las calles sin recibir oleadas de vituperio. Lo que cuenta para él es evitar a sus compatriotas refugiándose en el Falcon, los miembros de su seguridad o, si falta hace, los reyes. Todo esto que escribo, en caso de que lo leyera, le parecerían bobadas.

Pero no lo son. España no es un estado ni siquiera una bandera o un himno. Ni tan solo sus fuerzas armadas o los cuerpos y fuerzas de seguridad del estado. No es siquiera su Constitución. España es un legado que nuestros mayores nos entregaron para hacer con ella algo mejor de lo que ellos supieron o pudieron hacer. Es la herencia que dejaremos a nuestros hijos. Es un capital acumulado a lo largo del tiempo con sus aciertos y sus errores. Y a Sánchez le da igual porque lo único que le interesa a su monstruoso ego es disimularse tras la figura del rey.

Al vivir en tiempos en que el punto de vista del presidente es bastante común en no pocos estratos de nuestra sociedad, debe parecerle que quienes hablamos en estos términos somos fascistas, nostálgicos o, simplemente, unos imbéciles que viven de ideas apolilladas. Donde estén sus agendas globalistas, sus ideologías de género o sus crisis climáticas que se quite el honor, el sentido del deber o la decencia. Tiene mucha suerte de que le haya tocado este principio de siglo, tan blando en lo moral y tan duro en lo social.

Cuatro plumas blancas

Si viviéramos en otros tiempos hoy habría recibido en el desfile cuatro plumas blancas, símbolo de la cobardía como bien saben quiénes hayan leído la novela de Alfred E.W. Mason. Una, por el Ejército de Tierra; otra, por nuestra Armada; la tercera por el ejército del aire; y la más importante, por los españoles, por el pueblo, por sus votantes, a quienes engañó prometiendo cosas que luego no ha hecho, antes todo lo contrario. Cuatro plumas por pactar con los comunistas con quienes decía no hacerlo jamás porque sería incapaz de dormir, por pactar con los asesinos de ETA, por pactar con quienes pretenden acentuar la desigualdad entre hijos de este solar patrio agrandando sus privilegios en menoscabo de los derechos de los demás.

Esos abucheos quizás no le impedirán conciliar el sueño, pero son los aldabonazos que van a sonar cada vez más y más fuerte en la puerta de Moncloa, advirtiéndole que el honor, así como el deshonor, no son cosas del pasado, que tienen una vigencia actualísima como la tiene todo lo que de moral, bueno y justo existe en el mundo. Presidente, su tiempo se acaba a cada minuto que pasa. Y sirva este modestísimo artículo como la quinta pluma blanca de hoy.

Porque es comprensible sentir miedo. Todos lo sentimos. Lo que es imperdonable, máxime en un dirigente político, es ser un cobarde.

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