Se cumplen ahora sesenta años de la crisis de los misiles de Cuba. La efeméride merece alguna reflexión, pues nunca el mundo estuvo tan cerca de la catástrofe nuclear como en aquellos trece días de octubre de 1962. Por si fuera poco, la guerra de Ucrania nos ha devuelto los temores acerca de una conflagración nuclear, dando una inesperada actualidad al aniversario. Ha sido el presidente de los Estados Unidos quien lo acaba de señalar hace unos días: ‘Desde Kennedy y la crisis de los misiles en Cuba no nos habíamos enfrentado a la perspectiva del Armagedón’.
Las palabras de Biden vienen a recordar que, por primera vez desde la crisis de Cuba, nos encontramos ante una ‘amenaza directa de usar las armas nucleares’. Obviamente se refiere al discurso pronunciado por Putin el 30 de septiembre, que incluía la velada amenaza de recurrir ‘a todos los medios’ en el conflicto. Es una posibilidad que los dirigentes rusos han esgrimido desde el inicio de la invasión, pero que resulta más preocupante conforme el curso de la guerra convencional se torna cada vez más desfavorable para los de Putin y el mito de la abrumadora superioridad militar rusa está hecho añicos. No faltan voces exaltadas en Rusia, entre ellas las de estrechos colaboradores del Kremlin como Medvédev o el checheno Kadírov, que abogan por recurrir a las armas nucleares de corto alcance para restablecer el equilibrio en el frente y enviar de paso una seria advertencia a los países occidentales.
Que hay que tomarse en serio esas amenazas lo dejó claro Biden. El líder ruso ‘no bromea cuando habla del uso de armas nucleares tácticas o químicas’ porque su ejército lo está haciendo llamativamente mal. Por eso el mandatario americano lanzó a su vez el aviso de que el empleo de tales armas en Ucrania conduciría inevitablemente a una escalada de consecuencias imprevisibles. Para hacerse una idea de los efectos devastadores de esa escalada basta consultar Nukemap, el simulador diseñado por Alex Wellerstein, investigador especializado en armamento nuclear; desde la invasión de Ucrania la web recibe millones de visitas.
Lo ha repetido el antiguo secretario de Estado, John Kerry, para quien Putin está completamente arrinconado y eso no es bueno para nadie
Ante un escenario apocalíptico de esa naturaleza se entienden las llamadas a la prudencia. El propio Biden señaló la necesidad de explorar las vías diplomáticas: ‘Estoy tratando de encontrar cuál sería la vía de salida para Putin’. La frase es significativa porque incide en la idea de que un Putin acorralado sería aún más peligroso; lo venimos escuchando desde el comienzo de la guerra y últimamente lo ha repetido el antiguo secretario de Estado, John Kerry, para quien Putin está completamente arrinconado y eso no es bueno para nadie. De lo que se desprendería como conclusión que hay que buscarle una salida, alguna clase de arreglo que permita al mandatario ruso ‘salvar la cara’.
Ante tal tesitura no son pocos los analistas que ven en la crisis de los misiles cubanos el ejemplo histórico con el que contamos acerca de cómo desactivar una crisis nuclear y se afanan por buscar en ella alguna clase de guía para resolver la actual. Historia magistra vitae, que decían los clásicos. Ahora bien, ¿qué lecciones podemos extraer de 1962? La cosa no es sencilla, pues a menudo el pasado nos devuelve el reflejo engañoso de nuestros temores e inquietudes. A poco que restituyamos a los acontecimientos históricos toda su complejidad se vuelven ambiguos y no es raro que de ellos se saque una lección y la contraria.
Es lo que sucede estos días con la crisis de los misiles, pues hay quien la usa para justificar que se ofrezca a Putin ‘una salida’. Como ha escrito Stephen Kinzer, la lección más importante que podemos aprender de ella es que no se resolvió por las amenazas ni el uso de la fuerza, sino por un compromiso diplomático, con cesiones mutuas que permitieron una salida airosa para ambas partes. Pero esa es una verdad a medias, que deja fuera de aquella compleja negociación lo que Schelling llamó ‘la diplomacia de la violencia’, es decir, la disuasión mutua a través del intercambio de amenazas. Fue el miedo a las devastadoras consecuencias de una guerra nuclear, que tanto Kennedy como Kruschev temían, el factor crucial que les forzó a la contención y a buscar un acuerdo.
Sólo se alcanzó tras una tensa negociación de trece días en la que ambos adversarios cometieron numerosos errores y que incluyó actos de fuerza como la imposición de un bloqueo naval
Contamos además con una excelente reconstrucción de los hechos en el libro de Serhii Plokhy, Locura nuclear, recientemente traducido al español. Ciertamente la crisis se resolvió con un acuerdo diplomático, según el cual los soviéticos retiraron el armamento ofensivo de Cuba a cambio de que Kennedy ofreciera garantías de que los Estados Unidos no invadirían la isla junto con el compromiso de retirar los misiles americanos desplegados en Turquía, que se mantuvo en secreto. Pero sólo se alcanzó tras una tensa negociación de trece días en la que ambos adversarios cometieron numerosos errores y que incluyó actos de fuerza como la imposición de un bloqueo naval, llamado eufemísticamente ‘cuarentena’, o la puesta en alerta de las fuerzas estratégicas estadounidenses.
Del relato de Plokhy emerge un hecho que resultó ser decisivo: desde el momento en que los norteamericanos conocieron la existencia de las bases de misiles, construidas con el mayor secreto, Kruschev supo que tendría que ceder, por grandes que fueran sus dificultades a la hora de comunicar a la otra parte su voluntad de resolver pacíficamente la crisis. Ahí tienen una diferencia fundamental con la invasión de Ucrania, pues para buscarle una salida a Putin convendría primero averiguar si quiere una, algo de lo que no ha dado señal hasta el momento; por el contrario, las condiciones que pone sobre la mesa suenan como si Kruschev hubiera considerado irrenunciables las instalaciones de misiles, pretendiera ampliar el número de efectivos soviéticos en Cuba y amenazara con una ofensiva sobre Berlín occidental.
Hay otra diferencia aún más obvia, pues no es lo mismo prevenir un conflicto que detenerlo una vez que está en marcha. En la crisis de 1962 se trató de evitar que estallara la guerra. En Ucrania, sin embargo, hace meses que el conflicto se desencadenó como una guerra de agresión y conquista en abierto desafío a la legalidad internacional, con la pretensión de anexionarse partes de un país soberano, reduciendo al resto a la condición de Estado vasallo. Por ello ha suscitado las críticas públicas de países supuestamente cercanos a Rusia, como China e India. Es verdad que Putin está más aislado que nunca, en la esplendorosa compañía de Corea del Norte o Nicaragua, pero es algo que se ha buscado con denuedo.
Pero si algo ha conseguido la invasión de Ucrania ha sido unir a la sociedad ucraniana y reforzar su determinación de resistir al invasor cueste lo que cueste
Hay una tercera diferencia insoslayable. En la crisis de los misiles cubanos, Cuba fue en todo momento objeto de negociación y canje entre las dos superpotencias, pero nunca protagonista o sujeto de esa negociación; de ahí el monumental enfado de Castro cuando se enteró del acuerdo alcanzado por Kruschev. Pero si algo ha conseguido la invasión de Ucrania ha sido unir a la sociedad ucraniana y reforzar su determinación de resistir al invasor cueste lo que cueste, alentada por los éxitos en el campo de batalla. Podríamos decir que con su resistencia los ucranianos se han ganado el derecho a sentarse en una hipotética mesa de negociaciones, si no fuera por que nadie que se precie de respetar la legalidad internacional podría negar que les asiste ese derecho, no sólo a tomar parte, sino a decidir sobre los términos de un posible alto el fuego. Algo tendrán que decir sobre ‘la salida’ de Putin.
Si alguna lección acerca de las lecciones de la historia cabe extraer de la crisis de los misiles tendría que ser irónica, o caritativamente ambigua. El presidente Kennedy había quedado impresionado con la lectura del portentoso libro de Barbara Tuchman, Los cañones de agosto, donde cuenta cómo el encadenamiento de errores de cálculo, las imprudencias y los malentendidos sobre las intenciones de los demás condujeron a una guerra terrible, como la Primera Guerra Mundial, que nadie quería. Tan impresionado quedó por el libro que lo repartió entre sus consejeros y lo envío a los principales mandos militares; de hecho lo citó a menudo en las deliberaciones durante la crisis. Pero si lo que más temía Kennedy era desencadenar una guerra por malinterpretar las señales del adversario, eso fue lo que hizo en numerosas ocasiones a lo largo de aquellos trece días, con consecuencias que pudieron ser fatales.
Contra las ordenes de Moscú
Pues no hay que olvidar el papel determinante que jugó el azar en todo aquello. En el ambiente de pánico que había en la isla ante una invasión que pensaban inminente, los soviéticos derribaron un avión de reconocimiento estadounidense en los momentos más tensos de la negociación y contra órdenes expresas de Moscú. El comandante de uno de los submarinos soviéticos, creyendo ser atacado por una flotilla enemiga, estuvo a punto de disparar un torpedo con cabeza nuclear que hubiera desatado indefectiblemente las hostilidades. Y cuenta Robert McNamara, quien tuvo la idea del bloqueo, que casi se cae del susto cuando se enteró, durante una visita a Cuba en 1992, que los soviéticos tenían más de cuarenta mil militares desplegados en la isla durante la crisis y disponían armas nucleares tácticas (de 6 a 12 kilotones, ligeramente inferiores a la de Hiroshima) listas para ser detonadas en caso de invasión o ataque aéreo. Por eso seguramente resumió su experiencia señalando que la racionalidad no basta en asuntos, como la gestión de una crisis nuclear, donde siempre cabe el error humano y la suerte interviene.
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