Opinión

El cuento malo de la independencia

La sequía histórica que sufre Cataluña ha puesto al descubierto las ruinas de pueblos sepultados en embalses ahora vacíos, y la ruina del cuento de la independencia. Es el que ha inundado la vida oficial catalana en los últimos veinte años. Su clase p

La sequía histórica que sufre Cataluña ha puesto al descubierto las ruinas de pueblos sepultados en embalses ahora vacíos, y la ruina del cuento de la independencia. Es el que ha inundado la vida oficial catalana en los últimos veinte años. Su clase política nacionalista y socialista -golpista, corrupta e inepta- se unía al cacareo del apocalipsis climático inminente, pero no ha hecho absolutamente nada para prevenir los efectos de un ciclo árido cada vez más frecuente advertido hace tiempo por la ciencia del clima.

Cataluña no está sola en esta degeneración, todo lo contrario, pero sin duda ha sido y sigue siendo la punta de lanza de la corrupción política e ideológica que está transformando las democracias defectuosas en malas dictablandas y, quien sabe si con la ayuda de Putin y sus socios, en dictaduras perfectas.

Degradados al estado de país-botijo para razas superiores, nuestras propias élites y sociedades recogen el fruto de las políticas de apaciguamiento con todo nacionalismo chantajista

Déjenme una pequeña digresión. Allá por los lejanos años noventa, en mi facultad de Filosofía de la universidad vasca, recibíamos a menudo la visita de académicos catalanes a los que agradaba visitarnos, pero todavía más sermonear sobre nuestro negro futuro debido al auge de la violencia política, la gran influencia que atribuían a los obispos y el atraso cultural que ellos venían a paliar; su Barcelona, en cambio, era la vanguardia y plaza fuerte de la Ilustración democrática en el secarral hispano. Algunos ya han emigrado definitivamente a Madrid en busca de un poco de humedad ilustrada…

La teoría del sesgo del punto ciego nos advierte de lo fácilmente que incurrimos en el evangélico “ver la paja en el ojo ajeno pero no la viga en el propio”, y a menudo me acuerdo de aquellos catalanes tan convencidos de ser los más avanzados, europeos y guapos del gremio. Sin duda vivían en una plaza fuerte, pero no de la Ilustración liberal ni de la izquierda progresista, sino del supremacismo cateto y la corrupción sistémica típicos del pujolismo, apoyados en un extendido narcisismo colectivo que ellos mismos representaban sin pretenderlo.

La mezcla de narcisismo y supremacismo consustancial al independentismo ha brotado en la exigencia de la Generalitat catalana -no petición, negociación ni ruego- de que la despreciable España les lleve el agua que necesitan con urgencia; mejor si es regalada y con premio, como la amnistía. Degradados al estado de país-botijo para razas superiores, nuestras propias élites y sociedades recogen el fruto de las políticas de apaciguamiento con todo nacionalismo chantajista que presentara factura en Madrid.

La verdad de la interdependencia

El nacionalismo actual, como la sequía confirma, no es sino la explotación del cuento de la independencia: ser autosuficientes y no depender de nadie aunque sea mentira, ese es todo el programa nacionalista. Una de sus derivaciones es la noción de “soberanía alimentaria”, rebrotada con la revuelta de los tractores contra la burocracia ecocuentista de Bruselas. La verdad es que la independencia siempre está supeditada a una realidad superior: la interdependencia. Esa es la que nos alimenta, no la soberanía.

Las personas y las sociedades que formamos somos tan interdependientes como las células del cuerpo. La meta romántica de la autonomía personal y nacional absoluta choca con la verdad del “animal político” aristotélico y espinosista, que te avisan de que serás lo que puedas esforzarte por ser en la comunidad donde vivas, y con las leyes naturales que tanto indignan a la izquierda woke. Pero basta una sequía extrema para demostrar que la interdependencia es la verdadera realidad y el independentismo una ilusión irracional muy tóxica, pues no hay tercera vía entre compartir el agua o morir de sed.

El independentismo nacionalista es, paradójicamente, una forma de sumisión colectiva basada en la dependencia personal, la desigualdad política y la tiranía ejercida en nombre del pueblo. Como quería Hobbes para el estado moderno absoluto, el precio a pagar por la protección del nacionalismo es la renuncia a la libertad y la igualdad individuales. Esta es por cierto la causa del fenómeno que tanto inquieta a tantos: ¿cómo es posible que la izquierda, antaño cosmopolita, se haya aliado con el nacionalismo, y para qué?

La razón es que izquierda reaccionaria (ya la única existente) y nacionalismo comparten el proyecto de someter a la ciudadanía convirtiéndola en plebe dependiente del poder, y por eso les sobra la democracia liberal. De ahí que coincidan en atacar la libertad económica, apoyar el intervencionismo burocrático y acabar con la separación de poderes y el Estado de Derecho, instituciones que deben garantizar la igualdad de todos ante la misma ley. Así se rompen también los lazos de libre interdependencia entre iguales, pues la dependencia consiste en no poder asociarte con nadie sin permiso de la superioridad, ni para jugar al fútbol ni para crear una empresa o un partido.

Ha bastado una sequía anunciada para desnudar sus miserias, aunque se tape con narcisismo colectivo y corrupción generalizada

Con todos sus defectos, muchos derivados de un nacionalismo estatal por depurar (¡ay, la PAC que De Gaulle impuso a Europa!), la Unión Europea es el proyecto más avanzado de entidad supranacional basado en la cooperación y libre aceptación de normas comunes (a veces absurdas, sí, como bastantes agrícolas) entre países considerados iguales. Aunque en buena parte esto sea más bien una ficción, es una ficción necesaria en un continente asolado por siglos de guerras feroces, y una demostración de que la democracia avanza cuando acepta la interdependencia y se comparte la soberanía. Por eso, la Unión Europea es el objetivo a batir para el eje autocrático formado por Rusia, Irán, Corea del Norte, China y otros socios menores: por su debilidad política y tamaño económico, pero más aún por lo que representa como ideal democrático.

Nada más natural que los golpistas catalanes iniciaran desde 2017, si no antes, contactos con Putin para que favoreciera una posible independencia catalana rebajada de facto, de haberse impuesto, a protectorado ruso. Nada tampoco más lógico que esos traidores sean los socios no solo imprescindibles, sino más afines al PSOE de Sánchez en su forma de hacer política como traición permanente de todo compromiso y promesa.

El cuento de la independencia catalana es tan malo que ha bastado una sequía anunciada para desnudar sus miserias, aunque se tape con narcisismo colectivo y corrupción generalizada. Deberíamos reparar en que la sequía climática es agravada por una sequía no menos atroz de buenas ideas políticas y de sociedades decididas a emprenderlas, también para prevenir sequías desoladoras.

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