El viernes 29 de noviembre, uno de los enviados especiales de El País al 41 Congreso del PSOE arrancaba de esta manera su crónica desde Sevilla: Abro comillas: “’Antes nos llevaban a las cunetas. Ahora nos llevan a los tribunales’. Con esa aspereza resumía un veterano socialista que formó parte de la Junta de Andalucía que vivió el periplo judicial y el daño reputacional del caso de los ERE la impresión extendida en el PSOE, sin distinción entre los fieles y críticos de Pedro Sánchez, de encontrarse bajo un asedio de la derecha judicial”. Cierro comillas.
La expresión de ese teórico veterano resume con meditada crudeza el insidioso constructo fabricado por el sanchismo para apaciguar y dotar al rebaño, a la vista de las circunstancias, de un considerando justificativo. La equiparación política de cuneta y tribunal, compartida sin duda por una buena parte de la militancia, pone de manifiesto el profundo impacto de una propaganda machacona, disolvente y frentista.
Por muy metafórica que se pretenda, la identificación de los pistoleros fascistas con los jueces españoles del siglo XXI (los procedentes del franquismo están muertos o jubilados hace mucho tiempo) revela la escalofriante determinación de usar todos los medios para impedir el normal funcionamiento de la Justicia en un Estado de Derecho. Incluida la descalificación preventiva de los miembros más incómodos de la cúpula del Poder Judicial, jueces y magistrados prevaricadores dispuestos, según los propagandistas orgánicos, a cometer cualquier vileza con tal de expulsar a Pedro Sánchez del poder.
La identificación de los pistoleros fascistas con los jueces españoles revela la escalofriante determinación de usar todos los medios para impedir el normal funcionamiento de la Justicia en un Estado de Derecho
Es lo que Santos Cerdán llamó “fango judicial” en el cónclave sevillano y, con más sutileza, Ignacio Sánchez-Cuenca ha redefinido como “celo selectivo” de los jueces más conservadores. No se le puede negar al catedrático de la Carlos III una notable sagacidad a la hora de identificar el fondo del problema cuando apunta que ese celo no supone “una coordinación estratégica o un cerebro en la sombra. Basta -añade en su último artículo periodístico- con que tengan los mismos valores y motivaciones”. Sánchez-Cuenca apunta en la buena dirección, pero el dedo le tapa la Luna.
No son los jueces conservadores los únicos motivados. La mayoría de ellos, y desde luego los que han llegado a lo más alto de la carrera judicial, defienden valores comunes por encima de sus inclinaciones ideológicas. Valores como la equidad o la razonabilidad, pero sobre todo la independencia, que consideran amenazados por un Ejecutivo que no ha disimulado en estos años su intención de convertir al judicial en un poder auxiliar.
Hay excepciones, claro, pero por lo general los jueces aparcan la ideología y se ajustan a la letra y al espíritu de la ley, también en todo aquello que concierne a sus derechos, deberes y limitaciones. Sirva como ejemplo altamente revelador de lo que digo la decisión de investigar como imputado al fiscal general del Estado, decisión inédita y de extraordinaria gravedad e impacto político, y tomada unánimemente por los componentes de la Sala Segunda del Supremo encargados de estudiar el caso, en el que actuó como ponente la magistrada Susana Polo, una de las representantes del sector progresista, mire usted por donde, que aspiró a presidir el alto tribunal.
Con todo, con sus defectos, lentitudes y deficiencias, hoy es el Judicial el poder sobre el que recae en buena medida la responsabilidad de mantener en posiciones aceptables el crédito de nuestra democracia
No existe “coordinación estratégica” ni “cerebro en la sombra”, como dice, y dice bien, Sánchez-Cuenca. Lo que sí se percibe en la judicatura es la existencia de un mar de fondo que deja entrever niveles de preocupación desconocidos en democracia y una elevada hipersensibilidad provocada por la reiteración de graves señalamientos a jueces a los que desde el Gobierno y grupos asociados se les ha llegado a acusar de mantener posiciones cuasi golpistas.
Cierto que en la actitud de algunos magistrados hay algo de 9ª Compañía de la División Lecrerc entrando en el París (Estado de Derecho) ocupado por el sanchismo. Como también hay quien ha visto en este pulso una oportunidad para recuperar parte del prestigio dilapidado por un Consejo del Poder Judicial incapaz de tomar la iniciativa para desatascar su renovación mientras sus componentes seguían atrincherados, año tras año, en sus provechosas poltronas.
Pero con todo, con sus defectos, lentitudes y deficiencias, hoy es el Judicial el poder sobre el que recae en buena medida la responsabilidad de mantener en posiciones aceptables el crédito de nuestra democracia, bastante debilitado según algunos estudios de institutos internacionales. Y ese es el problema al que se enfrenta Pedro Sánchez: que lo que no se le puede consentir es que haya elegido el camino de la deslegitimación de los jueces (antes cunetas, hoy tribunales) para sortear las supuestas responsabilidades penales de su entorno, así como las consecuencias que él mismo, en el terreno de la política, consecuentemente habría de asumir.