Opinión

Cursilerías

La gente, con lo cursi ya tan interiorizado, identifica las poses del presidente con el programa de gobierno y sus actos ejecutivos, que es lo que se quería. En las próximas elecciones lo votarán de cuerpo entero

La feminización de las sociedades occidentales habría hecho las delicias, entre otros, de Ramón Gómez de la Serna. No es que la mujer sea cursi en el despliegue de su sensibilidad, que a veces sí, sino que el hombre en general tiende a imprimir en sus actos, por burda imitación, una puntita de ridículo suficiente para teñirlos de cursilería. Es muy de hoy esa propensión exagerada a la apariencia, que lleva a romper abiertamente el decoro y deja que surja, en toda su crudeza, lo risible. Juan Valera decía que la esencia de lo cursi estaba “en el exagerado temor de parecerlo”, pero el siglo y pico pasado desde entonces ha hecho evolucionar la acepción: ya no hay temor de parecer nada, sino valentía y arrojo por mostrarse públicamente en apariencias de escasa conveniencia o justificación. Esa ruptura intencionada de la normalidad era antes cosa de dandis, raros, mentecatos. Ahora en cambio se ha vuelto consustancial al hombre, de manera que la sociedad en general ha perdido la capacidad de detectarla y, con ello, el sentido del ridículo y la conciencia misma de la cursilería.

Gómez de la Serna distinguía lo cursi bueno o sensible de lo cursi malo o sensiblero. Y, a pesar de su prosa cargantilla, borda la aproximación al concepto. Dice, por ejemplo, y parece una descripción de hoy mismo: “En los momentos de gran preocupación social, de fuerte involucro de los valores y los sentimientos, aprovechando que las gentes no están para nada, tiende a prevalecer lo cursi malo”. Y remacha con esta enumeración asindética que bien podría usarse, si no fuese un pelín larga y un tanto abstrusa para los cerebritos in fieri, en los Grados de Periodismo y hasta en algún que otro Máster: “Lo sensiblero coacciona, adormece, inmoviliza, recarga, suprime el vuelo del espíritu, se aprovecha de la gangosidad de la ternura y de la debilitación de lo blandengue”. Pero las gentes no están para nada. Y como las gentes no están para nada, lo cursi malo es casi ya norma de comportamiento.

La cursilería lleva tiempo arrimada al poder político. Recuerden los años de Zapatero, aquellas ministras/modelos en revistas femeninas, la Alianza de Civilizaciones, la conjunción astral cuando se dio la mano con Obama, aquella tierra que era del viento. Ni Obama mismo pudo superarlo. Y dejó marca y huella: la naturalización política de esa cursilería puede que haya sido la mayor herencia de aquellos ocho años. Contamos ahora con epígonos, es cierto, y el nuevo presidente quiere hacer méritos. Y como es un presidente en precario, la rapidez resulta imprescindible para su asentamiento, no solo en lo que atañe al reparto de cargos y prebendas, sino sobre todo al sostén de la imagen. Lo más arriesgado (y atinado) que han dicho del presidente es que es alto y guapo. Y la guinda es la mujer: una señora alta y guapa, tan antimacroniana. La oficina publicitaria de Presidencia ha entendido bien la situación y se ha convertido, si no lo era ya por nacimiento, en una fábrica de reproducción sensiblera y cursi. ¿Quién no ve la “debilitación de lo blandengue” en las manos de Sánchez, solas, de dedos largos y esbeltos, las uñas cuidadas? ¿Quién no detecta “la gangosidad de la ternura” en ese buen presidente que, en mangas de camisa, aparece deportivo y accesible en el asiento de su avión? La gente, con lo cursi ya tan interiorizado, identifica las poses del presidente con el programa de gobierno y sus actos ejecutivos, que es lo que se quería. En las próximas elecciones lo votarán de cuerpo entero.

La cursilería se derrama en cada acto político y social al que se quiera mirar recto. Lo tenemos en las conmemoraciones y efemérides de algunas desgracias, como las matanzas terroristas. Los políticos acuden raudos a la exhibición, con la lección aprendida y las manos, ya de manicura, dispuestas a la foto

La cursilería se derrama en cada acto político y social al que se quiera mirar recto. Lo tenemos en las conmemoraciones y efemérides de algunas desgracias, como las matanzas terroristas. Los políticos acuden raudos a la exhibición, con la lección aprendida y las manos, ya de manicura, dispuestas a la foto. No basta con una corona, un semblante adusto y una declaración seria sobre qué se ha hecho y se piensa hacer. ¿Quién iba a entenderlo? Lo que se necesita es una escena. Y la escena pública de duelo es hoy de un rococó muy subido, por lo que se requiere director, atrezzo y equipo guionista. La pasada conmemoración de los atentados de Barcelona, sin ir más lejos, lo ha puesto todo junto. Ha sido un caso de cursilería luctuosa en condiciones. A aquellos muertos los mataron los terroristas islamistas, por si nadie se acuerda. Y a aquellos terroristas islamistas los acribillaron los mossos, por si nadie se acuerda, y otros cuantos volaron por lo aires en su casa. Ha pasado un año, pero siempre es preferible olvidar la sangre, que lo pone todo perdido. A cambio, tocamos música clásica con el sonido grave de un violonchelo, que con todo esto se está convirtiendo poco a poco en el instrumento fetén de la cursilería. Llenan el plató de familiares y supervivientes, que van con su buena intención y alguno incluso con rabia sofocada. Pero ahora son solo figurantes ataviados para la ocasión. El sitio se pone donde mejor encuadren las cámaras. El pueblo acude con los lemas y los rostros de una tristeza sobreactuada, pone unas velas, deposita flores, aplaude si eso. Y en el papel estelar aparecen los políticos, de todos los partidos, mirándose de reojo a ver quién se adelanta un poco, habla más que otro o tiene las gafas más negras. La cursilería intrínseca del acto, no obstante, aumenta esta vez por ser donde es: una tierra entontecida por una serie de señoritos irresponsables metidos a políticos y jaleados por una masa gritona que sale a la independencia como sale a la puerta de su chaletito burgués. El rey estaba serio, con tesón, a ratos como contrapunto del esperpento y a ratos, si bien se miraba, como la guinda del pastel sensiblero. El cierre definitivo llega luego con el manifiesto de siempre, timorato y papanatas, otra vez con la misma voz y la misma ternura gangosa. La conclusión sale de nuevo del ensayito de Gómez de la Serna: “solo la política cursi tiene éxito”.

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