Cuando yo era un joven reportero que iba y venía siempre corriendo de un sitio a otro, en las redacciones de los periódicos había una jerarquía, a veces explícita, a veces no tanto. Pero todos la conocíamos. De redactor jefe para abajo pululaban varias especies muy diferentes entre sí. Los corresponsales en el extranjero tenían aura de héroes. Los de Economía tendían al ensimismamiento y al don de lenguas, porque decían cosas que no entendía nadie más que ellos. Los de Deportes y Sucesos (sí, había una sección de Sucesos) fumaban todos, sonreían con cierta sorna y miraban de medio lado, como perdonando. Los de Cultura éramos los parias y mendicantes, siempre suplicando una página por el amor de Dios. Así todo.
Pero había un personaje al que todos respetaban: el corresponsal parlamentario. El tipo al que se enviaba al Congreso era un privilegiado, trabajar allí se consideraba un premio a la calidad profesional y a la experiencia. Le oías hablar por teléfono desde su mesa y decías: uaaau. Trataba de tú a los diputados y con confianza a los ministros y presidentes. Mire, don Manuel, no me diga esas cosas que yo también soy gallego. Alfonso, no es que no lo sepas, es que no me lo quieres contar. Oye, presidente, muy bueno lo tuyo ayer con Adolfo. Cosas así.
Eso ha cambiado. Ahora, cuando el director manda a alguien a cubrir la información del Congreso de los Diputados es porque el tipo ha hecho algo mal. Vamos, juraría. Antes era un reconocimiento de la excelencia y ahora me lo imagino como un castigo. “Esta cagada de reportaje la ha hecho Pepe, ¿no? Muy bien, pues se va a tirar un mes en el Congreso, que allí tendrá tiempo de leer la gramática y a ver si aprende a poner bien las comas”, dirá ahora el director. Y el pobre Pepe, hala, cada miércoles por la mañana a la tribuna de Prensa, castigado a soportar las gansadas de los portavoces en la sesión de control al gobierno. Pues a ver qué escribo yo de esto –se dirá Pepe, tragando saliva–, casi prefería hacer la información del tiempo, que por lo menos a veces es verdad.
Feijóo dice que este de Sánchez es el peor gobierno de la democracia española. Muy bien. Exactamente eso mismo, con casi las mismas palabras, lo han dicho todos los líderes de la derecha española
“Se endurece el tono”, titulará Pepe. O todo lo contrario: “Se reduce la crispación desde que se fue Casado”. Sí, viene a ser lo mismo que la meteorología: hoy sopla el Levante, hoy hay calima, hoy puede que llueva. Total, qué más da. Salvo infrecuentes excepciones (conspiraciones palaciegas con resultado de decapitación, como la de febrero pasado), lo que pasa allí dentro no le interesa a nadie. No lo ve nadie. Las audiencias televisivas de esas sesiones son notablemente menores que las que obtienen la teletienda o el póquer a las cinco de la mañana. El trabajo del antaño ilustre “corresponsal parlamentario” ahora consiste precisamente en eso: en contar las puerilidades del hemiciclo de forma que parezcan importantes, que parezcan dramáticas, que parezcan al menos diferentes a las de la última vez. Que parezcan.
En rueda de prensa –porque no es diputado– Feijóo dice que este de Sánchez es el peor gobierno de la democracia española. Muy bien. Exactamente eso mismo, con casi las mismas palabras, lo han dicho todos los líderes de la derecha española, grandes o pequeños, desde Aznar para acá, cuando ha gobernado la izquierda. Todos sin excepción. Es como una jaculatoria. Es más: aproximadamente eso dijo Quevedo del conde-duque de Olivares en aquel célebre memorial que apareció bajo la servilleta del rey Felipe IV. No puede decirse que sea un golpe de originalidad, desde luego.
Cuca Gamarra asegura que en España gobiernan los indepes socios de Sánchez, algo que deja con la boca abierta a todo el mundo porque no lo habíamos oído nunca. El presidente replica que el PP es un partido de mangantes, otro descubrimiento de la ciencia política contemporánea que jamás habíamos escuchado ninguno. Edmundo Bal afea a Sánchez que “manche el buen nombre de los servidores públicos” y el otro le replica que a él, a Bal, ya no le vota nadie, asertos ambos que Pepe, el corresponsal parlamentario, anota cuidadosamente porque, claro, no los había conocido en su vida. O quizá piense que está en aquella célebre película de la marmota, Atrapado en el tiempo, y que vuelve a vivir una sesión de hace dos meses, o tres, o seis.
Macarena Olona tiene sin duda muchas virtudes y habilidades, pero entre ellas no se encuentran la agudeza, la chispa, el humor, el darle alegría a su cuerpo (Macarena)
Pero seamos justos, sí hay una novedad: Macarena Olona se levanta y hace un chiste. Hay algún precedente pero eso no es frecuente. La diputada de la extrema derecha se pone en pie, sonríe muy pizpireta, mira de reojo a la derecha, luego a la izquierda y dice que al ministro Bolaños le llaman “perejil”. Hace una pausa para crear expectación y luego lo explica: porque está en todas las salsas.
Los de su grupo, obviamente advertidos, celebran la “ocurrencia” con muchas carcajadas y muy ruidosas. Pero en el resto del hemiciclo no se ríe nadie. Todo el mundo se queda mirando a la diputada con cara de “Y… ¿cómo termina?” Macarena Olona tiene sin duda muchas virtudes y habilidades, pero entre ellas no se encuentran la agudeza, la chispa, el humor, el darle alegría a su cuerpo (Macarena). Tiene esta mujer la misma gracia que doña Carmen Polo de Franco, caramba. El problema es que nadie se lo habrá dicho, quizá por no despertar uno de sus célebres ataques de ira, que esos sí los tiene y en abundancia.
Deja la señora Olona su escaño en el Congreso para invadir Andalucía. Encabezará la lista de la extrema derecha en las elecciones del próximo 19 de junio. Muchas cosas se podrían decir de esta mujer, cuya ideología política es nítida y transparente. Lo mismo que su extremo sentimentalismo, que ya la ha hecho sufrir y que sin duda volverá a hacérselo pasar mal, porque es de las pocas personas que ahora mismo se sientan en el Congreso que no creen que la política sea, en realidad, un fingimiento, un negocio (esto es frecuente en su partido) o un juego. Y le caen de molde los versos célebres de Muñoz Seca: “Y un juego vil / que no hay que jugarlo a ciegas, / pues juegas cien veces, mil, / y de las mil ves, febril, / que o te pasas o no llegas. / Y el no llegar da dolor, / pues indica que mal tasas / y eres del otro deudor. / Mas ¡ay de ti si te pasas! / ¡Si te pasas es peor!”.
Macarena Olona, que con sus conocimientos jurídicos ya debería saber que hay muchas salsas que no llevan perejil, es de las que se pasan, jamás de las que no llegan. No hay modo de saber qué conseguirá en Andalucía. Es un verso de pie quebrado dentro de Vox. Nadie, ni siquiera en su partido, usa ya esa retórica grandilocuente y avejentada que a ella tanto le gusta: “A vosotras, mujeres de España, me dirijo…”. No tiene esta mujer demasiadas lecturas, pero las que tiene se le notan muchísimo.
Pierde el Congreso una de sus muchas notas de color, de sus exotismos y de sus fenómenos. Pero apenas se notará porque abundan. El miércoles que viene, el pobre Pepe (castigado como corresponsal parlamentario) tendrá que volver a escuchar lo mismo, lo mismo, otra vez lo mismo. Y tendrá que devanarse los sesos para escribir la crónica, para intentar que lo que cuente parezca diferente. O al menos para que parezca interesante. Suerte, compañero. Que la necesitas.
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