Opinión

Los daños colaterales de Disney

La selección natural (al contrario de lo que muchos piensan y por desagradable que suene) no favorece a los mejores sino que criba a los menos adaptativos

El filósofo Wilhelm Dilthey, en su obra Einleitung in die Geisteswissenschaften ("Introducción a las Humanidades"), acuña el término cosmovisión para referirse al conjunto de opiniones y creencias generales que conforman una determinada manera de entender el mundo. En nuestro contexto cultural actual, podríamos afirmar que estamos ante una concepción científica de la existencia, donde las aportaciones de la relatividad einsteniana y la física cuántica canalizan el pensamiento intelectual.

No obstante, el emergente compromiso de nuestra sociedad por buscar el equilibrio entre el desarrollo humano y la salud de los ecosistemas naturales, ha enriquecido ecológica y naturalísticamente nuestra particular visión de la existencia de una forma muy significativa en las últimas décadas.

Podríamos sugerir, desde este punto de vista, que se puede estar generando una cosmovisión biológica que trasciende lo puramente intelectual y filosófico, para adentrarse plenamente en lo emocional, lo moral y lo político. El gran desarrollo del conocimiento científico de la naturaleza biológica de nuestro planeta ha contribuido muy notablemente a ello, especialmente gracias a la transferencia a la sociedad que de este saber han realizado grandes divulgadores. Figuras como David Attenborough, Jacques Cousteau, nuestro impagable Félix Rodríguez de la Fuente, Stephen Gay Gould o Edward O. Wilson, han conseguido que la población no especializada haya pasado de considerar a la naturaleza como eterna fuente explotable de materia prima a valorarla como un sistema de interrelaciones de energía tan fascinante como frágil en sus equilibrios. Ha surgido la necesidad de cuidar, la urgencia de proteger y la conciencia de que nuestra actitud con el medioambiente es decisiva para nuestra propia supervivencia.

Desde que Walt Disney creó su famoso ratón en 1928, pocas veces se ha podido contemplar un éxito empresarial de tal importancia


No obstante, y bajando un poco a la realidad del día a día, no creo exagerar cuando propongo al “influjo Disney como activo condicionante de esta especial manera de ver la vida, máxime cuando su influencia se ejerce desde edades muy tempranas. Nuestros bebés, junto con la leche materna, “maman” Disney. Desde que Walt Disney creó su famoso ratón en 1928 (aunque hay quien defiende la hipótesis de que el verdadero creador de Mickey Mouse fue Ubbe Iwerks), pocas veces se ha podido contemplar un éxito empresarial, en el más completo sentido del término, como éste. El imperio Disney factura millones de euros diarios y está omnipresente en el contexto social del mundo occidental. Pero lo que aquí me interesa analizar es la influencia social que ha tenido su peculiar visión de la naturaleza y, concretamente, de los animales.

Vaya por delante que yo, como casi todos los de mi generación, he sido receptora gustosa del influjo de sus largometrajes. Aun recuerdo el impacto que me supuso El Libro de la Selva, la primera de sus películas que vi en el cine siendo muy pequeña. Décadas después, sigo cantando sus canciones, maravillándome con las coreografías de la cohorte de acólitos moniles del Rey Louie y fascinándome con las dotes de seducción de Kaa para atrapar a Mowgli. A partir de ese momento de abducción total, devoré las nuevas películas, una tras otra, al ritmo de sus estrenos. Lloré de emoción cuando Dumbo consiguió volar, me enamoré de Golfo cuando compartió el plato de espaguetis con Dama y deseé vivir el encanto de las buhardillas parisinas de Los Aristogatos. Me sabía (y aún los recuerdo) los textos literales de los diálogos, porque releía los libros una y mil veces.

Mi infancia fue anterior a los vídeos y ni siquiera se concebía la disponibilidad infinita e inmediata que suponen las actuales plataformas digitales.

También, como mis coetáneos, he traspasado la impronta a la siguiente generación. Mis hijas han comido plátanos al ritmo que marcaba el coronel Hathi, y hemos entonado el Hakuna Matata cuando algo, en su infancia, las entristecía más de lo necesario. La mayor estuvo años considerándose Pocahontas y la pequeña ha estado a punto de abrirse la cabeza rodando por las escaleras al pisarse su inseparable vestido de Cenicienta (que le quedaba grande, circunstancia que ella negaba con rotundidad). Toda la familia hemos disfrutado de la batalla de transformaciones entre Merlín y Madam Min y hemos compartido la ilusión de Milo Thatch por descubrir la perdida y bellísima
Atlántida.

Del marcado sexismo de susprimeras películas, con una Blancanieves que se dedicaba básicamente a limpiar la casa y preparar la comida a los enanitos, hemos pasado a protagonistas dueñas desus destinos

Las películas de Disney han triunfado, independientemente de por su calidad artística, porque los padres las hemos considerado idóneas para la educación de nuestros hijos. Son, en un contexto de entretenimiento, vehículos extraordinarios para inculcar solidarios y bondadosos principios. Además, para reforzar los comportamientos positivos, siempre teníamos la seguridad de que terminarían ganando “los buenos”. Otra ventaja de la industria Disney es la gran capacidad adaptativa de sus argumentos. Disney se ha ido acomodando a los nuevos aires de pensamiento en un constante y admirable proceso de corrección política. Del marcado sexismo de sus primeras películas, con una Blancanieves que se dedicaba básicamente a limpiar la casa y preparar la comida a los enanitos, hemos pasado a protagonistas femeninas, dueñas de sus destinos sin requerimientos de rescates principescos y que ocupan categorías heroicas y de liderazgo al mismo nivel que los referentes masculinos. De igual manera, componentes rechazables en las sociedades actuales como el racismo o la xenofobia están escrupulosamente estudiados para que no exista en la actualidad ninguna forma posible de herir potenciales susceptibilidades. Dicho sea de paso, ni la integración racial ni la equiparación entre modelos culturales, han sido del todo filantrópicas. De hecho, han posibilitado la expansión del público potencial, colonizándose nuevos nichos de negocio tan interesantes como variados.

En la naturaleza los comportamientos son puro fruto de la selección natural, mecanismo que no sabe lo que es la piedad, ni entiende de amor, ni conoce la pena

Bien. Hasta aquí, nada que objetar.

Sin embargo, es interesante analizar detalladamente un aspecto concreto. Me refiero a la línea directriz común a toda la trayectoria evolutiva de la filmografía Disney y que, además, es parte fundamental de su éxito: el tratamiento que se les da a los animales. La fauna Disney no la componen animales sino “animalitos”. Tiernos, dulces, encantadores y absolutamente empapados de lo mejor del ser humano, se transforman en el vehículo idóneo para trasladar una determinada óptica de la vida que es, precisamente, la que queremos inculcar a nuestros hijos. Generosidad, altruismo, bondad o colaboración impregnan cada uno de sus antropocéntricos comportamientos en un ejercicio de hacer un mundo cada vez mejor.

El único problema es que mucha gente cree que la naturaleza es así. Sin embargo, en la naturaleza los comportamientos son puro fruto de la selección natural, mecanismo que no sabe lo que es la piedad, ni entiende de amor, ni conoce la pena, ni tiene noción alguna de conceptos que son puramente humanos (o, más correctamente, de homínidos).

La selección natural (al contrario de lo que muchos piensan y por desagradable que suene) no favorece a los mejores sino que criba a los menos adaptativos que, simplemente, no sobreviven a las nuevas generaciones. Así es desde que existe la vida y así se ha generado la diversidad existente, tan bella como “cruel”: a base de “cortarles la cabeza sin que le tiemble la mano” a los menos aptos. Tan crudo como suena.

A los que confunden la digna y necesaria defensa de los derechos de los animales con la estupidez de casar a su perro o nombrar heredero universal de su fortuna a su hámster

No le resto un ápice de mérito al objetivo educacional de las películas de Disney ni, por supuesto, a la espectacular técnica con la que nos las presentan. Aplaudo, valoro y me quito el sombrero ante ambos. De hecho, considero que son difícilmente superables. Por eso no critico a The Walt Disney Company realmente sino a un sector concreto de su público receptor. A aquellos que, una vez que han crecido anatómicamente, siguen siendo tan inmaduros neuronalmente como cuando veían Bambi por primera vez. A esos que tienen incrustado en la mente un filtro de baba edulcorada que les oblitera la visión de la realidad. A los que no diferencian la subjetividad cultural de la objetividad de lo biológico. A los que creen que las estrategias de depredación, desarrolladas y seleccionadas a lo largo de millones de años, se pueden “educar” a base de sentimentalismos ñoños y ridículos. A los que confunden la digna y necesaria defensa de los derechos de los animales con la estupidez de casar a su perro o nombrar heredero universal de su fortuna a su hámster. A los que, en pleno ejercicio de su libertad, eligen ser idiotas.

Todavía recuerdo a aquella pareja que recogimos en el keniata parque nacional de Amboseli. Nunca contaría esta historia si se hubiera tratado de personas más o menos normales pero lo presuntuosos, ignorantes y rematadamente tontos del extremo aboral que eran, me empuja irremediablemente a hacer pública la anécdota. Estaban aterrorizados (con razón) porque su avioneta los había dejado en mitad de una explanada de la sabana, sentados sobre sus maletas, esperando varias horas un jeep que nunca llegó a recogerlos. Para disimular el terror que sintieron al escuchar lejanos rugidos, terminaron de contarnos su relato bromeando con el desafortunado argumento “Menos mal que nos encantan los animales”, a lo que contesté, sin poderme contener, “Pero eso el león no lo sabe”.

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