Quizá ustedes recuerden a un político alemán que se llamaba Hans-Dietrich Genscher. Murió hace muy pocos años. En 1990 recibió el premio Príncipe de Asturias a la Cooperación Internacional, que tenía más que merecido.
Genscher fue, durante más de una década (en los 70 y 80), líder del FPD, el partido liberal alemán. Un partido de centro que jamás ha tenido demasiados escaños, sesenta o setenta (el Bundestag pasa ahora mismo de los 700 diputados), pero que ha formado muchísimas veces parte del Gobierno, como es lógico siempre en coalición con otros. Ahora mismo está fuera del Ejecutivo pero, desde hace más de 70 años, una significativa minoría de alemanes ha votado a los liberales porque les gusta su condición de eterno partido bisagra y se fían de su buen juicio.
El bueno de Genscher era el “eterno” ministro de Exteriores de Alemania, llevaba en el cargo desde 1974. Cuando pasó esto que les cuento, los liberales formaban coalición con los socialdemócratas. Pero el 1 de octubre de 1982, Genscher decidió cambiar de pareja. Cuando se levantó por la mañana, era ministro de Exteriores del canciller Helmut Schmidt, socialdemócrata. Cuando se acostó por la noche, seguía siendo ministro de Exteriores, pero en el Gobierno de Helmut Kohl, conservador, a quien él había llevado al poder por primera vez con los votos de su partido.
Los socialdemócratas se enfadaron bastante, como es comprensible, pero ¿sucedió algo trascendental en Alemania, alguna catástrofe? No. Nada. No pasó nada: sencillamente hubo un cambio de gobierno y la política se volvió, por un tiempo, más conservadora. ¿Era la primera vez que sucedía? Pues tampoco: en 1966, los liberales rompieron con los conservadores de la CDU y poco tiempo después estaban otra vez en el Gobierno con la izquierda. Es decir, lo mismo pero al revés.
En otros países, como acabo de contarles, no es que suceda todos los días, pero es algo que ocurre y que está perfectamente previsto. Y no hay oleadas de suicidios por las calles.
La terrible y espantosísima hecatombe que acaba de provocar Ciudadanos en la política española, por tanto, ni es nueva ni es una hecatombe. Ya hemos visto esto antes. En otros países, como acabo de contarles, no es que suceda todos los días, pero es algo que ocurre y que está perfectamente previsto. Y no hay oleadas de suicidios por las calles.
¿Cuál es la diferencia entre lo que pasó en Alemania y lo que acaba de pasar aquí, todavía a escala autonómica? Pues hay varias, y una muy importante: que en sus “cambios de pareja”, el FPD no se jugaba su supervivencia. Venía de muy lejos e iría mucho más lejos todavía. Hicieron lo que hicieron por motivos seguramente ideológicos o tácticos, nada más. Y aquí no es así. Inés Arrimadas lidera un partido joven que ha dado más bandazos que la bola blanca en el billar, que ha tenido éxitos irresistibles, que ha cometido imperdonables errores de principiante (lo del chico Rivera creyéndose Napoleón Bonaparte fue de traca) y que ahora puede desaparecer, engullido por la agrietada derecha “tradicional” o incluso por los neofranquistas de Vox.
Más diferencias: ni Arrimadas es Genscher ni esto es Alemania. Alemania tiene la singular característica de que está llena de alemanes, lo cual a veces es un inconveniente pero en otras ocasiones, como estas, es una pura bendición. En Alemania, país de gente muy mayoritariamente sensata y con mucho sentido común, es difícil imaginar que una moción de censura regional (debidamente conspirada por los líderes de los partidos, como pasa siempre), provoque una tormenta como la que se ha desatado aquí: censuras en cadena, destituciones de gobiernos, declaraciones cataclísmicas, Ayuso que se sube otra vez a vocear a las almenas como doña Urraca en Zamora, Castilla y León que tiembla, Andalucía que se estremece, los notables corriendo por los pasillos para ver si cuelan la moción de censura antes de que la otra convoque elecciones; el ceniciento García Egea que ofrece a los de Ciudadanos una manta y un caldito como si les estuviera salvando del Titanic, Arrimadas que olvida decirle a muchos dirigentes de su partido lo que se proponía porque llevaba semanas mascándolo con el PSOE, Ayuso que no consulta por teléfono con el despavorido Pablo Casado sino que le informa de lo que ha decidido hacer, como el jefe que manda al conserje a por un café. Todo esto en 24 horas. Y acaba de empezar. Esto no es Alemania, está bastante claro.
En estas circunstancias, el “terremoto” provocado por los políticos (esta vez sí: de todos los partidos) a la gente le parece una comedia de niños malcriados. Una pelea por el poder en medio de un desastre que afecta a todo el país
Digan lo que digan los estrategas y los especialistas en semántica generativa transelectoral, en España no ha habido jamás un partido de centro. La UCD era una derecha con vocación conciliar, aunque esto Suárez quizá no lo sabía o no lo quería creer. Los “viajes al centro” de unos y otros han sido siempre pura palabrería para amansar a las fieras. No ha habido ni un partido de centro ni tampoco un partido bisagra como el de Genscher y Walter Scheel en Alemania; un partido que ayude a gobernar a unos o a otros, y a veces a los dos a la vez, en sitios distintos. Eso podría haber sido Ciudadanos, pero nos falta costumbre. Aquí el más mínimo recelo personal se convierte en la jura de Santa Gadea y quien nos lleva la contraria, aunque sea en discusiones sobre botánica, no tarda en recibir el epíteto de traidor, generalmente a la patria. Somos mucho más calderonianos que ilustrados. Parece mentira que Macbeth o El rey Lear las escribiera un inglés, con la mala leche que gastamos nosotros.
Pero hay una diferencia más entre aquel rigodón de Genscher y esto que ha pasado –que está pasando, porque no ha terminado ni mucho menos– en España. Cuando el FPD decidió cambiar de caballo en mitad de la carrera, en 1982, las mayores preocupaciones de los alemanes eran la Ostpolitik y la economía, que iba bien pero podía ir mejor. Aquí, ahora mismo, medio millón de ciudadanos han ido a Cáritas a pedir comida por primera vez en su vida, o han vuelto después de muchos años. Los muertos de la pandemia son ya más de 71.000. Miles de familias tienen que irse a vivir a donde sea porque ya no pueden pagar el alquiler de sus casas. Estamos todos agazapados tratando de calcular si la cuarta ola tardará semanas o meses. Los bares, los restaurantes, las tiendas, las pequeñas empresas y negocios, cierran uno tras otro. La gente de Jaén, de Lugo, de Aragón, de más sitios cada vez, se echa a la calle a gritar porque el hambre y la desesperanza les llegan ya a la cintura.
En estas circunstancias, el “terremoto” provocado por los políticos (esta vez sí: de todos los partidos) a la gente le parece una comedia de niños malcriados. Una pelea por el poder en medio de un desastre que afecta a todo el país, pero que a esta gente que urde maniobras y plantea mociones y destituye gobiernos y se llama perrerías parece importarles muy poco: con zalagardas como esta demuestran que lo que les interesa es el poder, nada más. A qué viene esto ahora, nos preguntamos muchos, muchísimos. Esta tropa ¿no tiene mejor cosa que hacer, con lo que tenemos encima, que andar quitándose la silla de debajo del culo?
Esta es la situación que sueña la extrema derecha de Abascal para ganar terreno entre los desesperados y acabar con la democracia: que la política nos decepcione, nos cabree, nos harte a todos. Que nos termine de parecer una querella de señoritos despechados. Un minué palaciego. Una danza lejana.
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