Opinión

'Histeria tertuliana' por la expulsión de los niños escandalosos del tren

"Hay ocasiones en las que uno llega a su destino con ganas de solicitar la prisión permanente revisable para el pasajero impertinente. Lo peor es que los tertulianos defiendan eso"

Ernesto Sábato dirigió en sus últimos años una serie de cartas a sus lectores que se publicaron bajo el título La resistencia. En una de ellas, se lamentaba por la imposibilidad de encontrar una cafetería en la que conversar con un amigo en silencio, sin ser molestado por el sonido de la radio, del televisor, del fútbol y de los borrachos. “El hombre se está acostumbrando a aceptar pasivamente una constante intrusión sensorial. Y esta actitud pasiva termina siendo una servidumbre mental. Una verdadera esclavitud”.

No es difícil tener la misma sensación al viajar en tren, el medio de transporte de las vistas panorámicas y el movimiento de mecedora. El que hace unos años permitía concentrarse en el trantrán y en el desfile de paisajes, pero que hoy está afectado -como el resto del espacio público- por la burricie contemporánea, que se plasma en largas conversaciones telefónicas, a voz en grito, o en todo tipo de sonidos electrónicos, emitidos por móviles, tabletas y derivados.

Hay ocasiones en las que uno llega a su destino con ganas de solicitar la prisión permanente revisable para el pasajero impertinente, que suele ser un homínido cuyas entendederas no alcanzan a deducir que a su lado viajan personas que quizás reclamen quietud y que han pagado un billete igual de caro. Lo mismo sucede en los aviones, esos aparatos que sólo aceptan a sus clientes tras pasar los doce trabajos de Hércules en el aeropuerto; y en los que nunca falta el gañán de piernas inquietas, la que acostumbra a berrear con las luces apagadas o el niño llorón al que sus padres llevan a Bali -en época de lactante- porque no puede haber un verano sin fotos para las redes sociales.

Recuerdo cinco horas infernales en un vuelo entre Estambul y Madrid, con tres críos trepando por los asientos mientras su padre, portugués, conversaba con otros pasajeros, desentendido de la actividad terrorista de sus hijos. Algo similar sucedió en un Londres – Madrid con un grupo de adolescentes maleducados que trashumaba entre las dos ciudades, con las hormonas desatadas. Hubo un valiente que, tras una hora y media de escándalo injustificable y varias advertencias del personal de cabina, lanzó al aire un grito desesperado para pedirles que respetaran su descanso. Una de las dos profesoras que acompañaba a esos cabestros reaccionó de forma desesperanzadora: abrazó al más revoltoso de ellos y le animó a cantar una canción en voz baja. Nos hemos vuelto locos.

Así que entiendo el malestar de los pasajeros del tren que hace unos días salió de León, con destino a Barcelona, y que tuvo que desalojar a un grupo de muchachos que -según los revisores de Renfe- no paraban de armar escándalo, ajenos a algo tan básico como el respeto a quienes viajaban con ellos. Algo que puede aprenderse muy pronto y sin ninguna dificultad, salvo que tus padres quieran convertirte en un tirano prepuberal que considera cualquier castigo un agravio y que sea ciego a los deseos del resto de la humanidad.

Se empieza así y se termina conformando bandos en el grupo de WhatsApp de 2º de la ESO o invirtiendo las mañanas de los sábados en cualquier chorrada de centro comercial para evitar que los críos se sientan agraviados con respecto al resto de los compañeros, de padres memos. Ridículos. Ágrafos. Espantosos.

Comprensión en lugar de castigo

Lo peor de todo no es que unos muchachos fallen -ni mucho menos que un pobre niño llore-, sino la actitud de los padres y, en este caso concreto, de los analistas de mesa de tertulia. Los primeros, lejos de aplicar el correctivo que merecen sus hijos por haber provocado que un autobús los fuera a buscar, tras su desalojo del tren, aseguran que denunciarán a Renfe por el protocolo aplicado por sus trabajadores. La reprimenda no es una opción en este caso. Los castigos merecidos que no apliquen ahora a sus hijos -por consejos de revista de psicología, escrita por estudiantes de facultad de periodismo- los recibirán ellos tarde o temprano.

Tampoco es mucho más esperanzadora la labor de los contertulios de guardia. El pasado día 27, Ana Rosa Quintana la emprendía contra la compañía ferroviaria por haber interrumpido el viaje de los adolescentes hacia Barcelona a la altura de Palencia. “Más escándalo montan los de las despedidas de solteros”, incidía. Uno de sus colaboradores, le daba la razón: "Yo he ido en tren con borrachos y con gente dando voces... Me cuesta mucho pensar que los 22 chavales fueran los Domenican Don't Play". La guinda del pastel la ponía un tal Oriol, el padre de uno de los 'afectados', que explicaba: "Conozco a ocho niños y tienen un corazón increíble los ocho (…). Están en una escuela rural, en la que les transmiten unos valores máximos".

Ana Rosa, concluía: “Si hay viajeros que protestan, entonces lo lógico es que se acomode a los viajeros en otro lugar”.

Ruido y estupidez

Esta última frase retrata tan bien la respuesta de una gran parte de la sociedad actual ante los errores y las actitudes estultas que asusta. Porque la solución amable que propone Ana Rosa legitima al que molesta y, a la vez, importuna a quienes reclaman la quietud. Deja vía libre al bobo de 18 años que viaja en el metro con bachata en el altavoz del móvil y al padre para que usted tolere a su hijo maleducado o a su perro cuando se cruce con ellos. Sábato decía en el mismo ensayo que hubo experimentos con animales en los que se les expuso a un ruido constante. Primero, se estresaban, después se volvían locos y, al final, se morían. Quizás estemos a medio camino entre el inicio y el final, en la fase de la chaladura.

La presentadora de Telecinco cae en ese error, a lo mejor, por deformación profesional. Porque el periodismo sensacionalista -que es casi todo hoy en día- es excesivamente comprensivo con el ruido, dado que se alimenta de decibelios. Cuanto más escandaloso es algo, más atención recibe por parte de los reporteros. Si vende quietud, no sirve, porque no atrae a la audiencia, que vive a golpe de espasmo, de vídeo viral y de tiktoks que se graban a voz en grito. ¿Cómo va a apoyar la calma cualquier medio de comunicación actual, que se alimenta de lo ruidoso?

Desconozco si todavía quedan espacios libres del mundanal ruido de esta sociedad mediática e interconectada. O incluso cafeterías -como reclamaba Sábato- y trenes en las que no haya riesgo de que la reflexión sea interrumpida por un graznido humano o un altavoz Xiaomi. Quizás ya no exista ni siquiera la posibilidad de increpar, en un tren, a un grupo de críos desmadrados, por miedo a ser etiquetado de huraño o de poco humano. O de recibir un guantazo de uno de sus padres. Cuando el silencio se convierte en algo anecdótico, el cerebro se reblandece sin remedio. El de padres, tertulianos... y el de los adolescentes con pavo.

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