Es un vídeo de una reportera que encuentra en su camino a un señor argentino y le pregunta: “A mis 36 años, no tengo novio, ¿se me está pasando el arroz?”. A lo que el otro responde: “Obvio, ya hace seis o siete años”. Después, le espeta: “En la mente... estamos mal. Hay mujeres que se quedan sin hijos, sin familia…, eso es un error. ¿No ves que a los 50 vas a estar sola, buscando una mascotita de hijo?. Lamentablemente, estamos equivocados en esta sociedad”.
No cuesta imaginar a la protagonista un rato después, asomándose a su ventana y descubriendo un precipicio al otro lado. A sus pies, un abismo y un foso con cocodrilos y ramas puntiagudas. Frente a ella, una tierra llana y yerma que se extiende hasta el horizonte. Así suele presentarse el vacío existencial a la mediana edad. De golpe, sin avisar y con una cruel aspereza. Allí hiela en invierno y calienta en verano. Cualquiera que quiera construir en ese terreno comprobará cómo sus manos se ulceran con el frío y su camiseta se empapa con el rigor de julio. ¿Acaso todavía hay alguien que duda de los motivos por los que los millenial se adhieren, en rebaño, a las ideologías que han venido a sustituir a las religiones?
Quizás esa pobre reportera -o cualquiera en su situación, sea hombre o mujer- haya visto en los días anteriores las colas que se han formado alrededor de algunas sedes del Banco de España, conformadas principalmente por jubilados. Gente de otra época, seguramente más ruda, con sus problemas generacionales, pero, sin duda, con más facilidades (entre otras, porque no estaban tan confundidos sobre su relevancia) para acceder al binomio de la vida tranquila: un hogar y una familia.
En estas mañanas pasadas han adquirido bonos del Estado porque generan más intereses a su favor que su cuenta en el banco. Alguno de ellos, quizás rente una vivienda en el centro de Madrid a la reportera y a sus compañeros de piso. Cinco habitaciones, 550 por cabeza, cama, armario Brimnes, estantería Billy, mesita Malm y, encima, un satisfyer y un teléfono móvil con la aplicación de ING instalada. Seguramente, sin los ahorros suficientes como para pagar la entrada de una vivienda en ningún lugar de Madrid. Reportera, mil o dos mileurista, que posee habitación, baño y balda en la nevera compartidas y un trabajo en la capital. Ese lugar que tantas veces hace retroceder hasta la casilla de salida a los moradores y que tan poco ofrece cuando se apagan las luces de los teatros de la Gran Vía y de sus clubes nocturnos.
Se consolará la reportera con fotografías en Instagram y vídeos en Tiktok en los que aparezca con la alcachofa entre las manos. Así, al menos, su audiencia verá que trabaja en la tele o que tiene un canal en las redes con unos cuantos miles de seguidores, que reaccionan de forma positiva a los vídeos y a sus fotos en la playa o en la mesa de algún restaurante. Mientras se inyecta ese analgésico durante varias horas al día, mira LinkedIn de reojo por si surgiera alguna nueva oportunidad. Sueña con que incrementen sus ingresos y así se pueda independizar. En el recibidor de su casa imaginaria cuelga un póster de Ameliè (de Taxi Driver si es hombre) y en la cocina se ubica el arenero del gato. “A los 50 vas a estar sola y buscando una mascotita”, le dijo aquel hombre. El empoderamiento que le prometieron es hoy un piso interior de 40 metros cuadrados y decenas de horas extras sin pagar.
Netflix y la vida líquida
La vida contemporánea son perr-hijos, gat-hijos y tortugu-hijos en soledad, mientras se accede a ese universo de suscripciones que conforman un patrimonio líquido. Todos disponen de todo, pero nadie tiene nada con Spotify, Netflix, HBO, Amazon Prime Video, Elpaís.com y Filmin. Toneladas de gachas audiovisuales por 50 euros al mes que desaparecen cuando se deja de pagar. Los días laborables apenas si se sumerge en esos mundos de contenido infinito. Quizás para coger el sueño o para entretenerse en un trayecto de metro. Los viernes, la cosa cambia. Ahí recurre a Tinder para encontrar citas que discurren entre conversaciones nerviosas, un primer vino de un trago y un final predecible. La guinda es un desayuno ácido. Acidísimo. Después, a lo mejor una conversación como la de aquella chica polaca de La mamá y la puta, de Jean Eustache. O la del vividor de su protagonista. “Salgo por la noche y acabo aquí o allá. Lo importante no es el hecho, sino la sensación que provoca”. Nihilismo y azar, mala combinación.
A partir de ahí, el fin de semana gira alrededor de la serie de moda (que será otro culebrón de diálogos eternos y filtros azules), que se tragará para poder conversar durante el café del lunes. Entre medias, buscará en el catálogo de la plataforma OTT en cuestión alguna comedia romántica de escenarios exóticos. "El próximo verano, a Tailandia", pensará mientras la ve.
¿Cómo demonios va a entender la generación sin familia, la del co-living, la nevera compartida y el piso de estudiantes cuarentones que alguien ponga fin a ese modelo comunal, que es el único que se pueden permitir?
Así que anunció Netflix este jueves que iba a perseguir las cuentas compartidas en España y eso provocó una distorsión en esta estúpida juventud indolente, que no está satisfecha con su modelo de vida y que vislumbra un futuro negro, negrísimo, pero que no tiene valor para emigrar. ¿Cómo demonios va a entender la generación sin familia, la del co-living, la nevera compartida y el piso de estudiantes de cuarentones que alguien ponga fin a ese modelo comunal, que es el único que se pueden permitir?
Cuando esa muchacha, o el muchacho de turno, vuelva a asomarse a la ventana de su alma, podría llegar a hacerse la gran pregunta de los existencialistas: ¿para qué? Eclesiastés puede resultar consolador en esas condiciones, incluso más que el satisfyer. Porque defendió que la vida es sinónimo de incertidumbre, que todo lo que ansiamos es vanidad, que el fruto de tu trabajo lo podría heredar un necio y que ninguno de los sucesos que acontecen bajo el sol resulta especialmente relevante.
Aun así, la millenial que gastó 12.000 euros en un máster, aprobó con esfuerzo el certificado advance de inglés, se manifestó por la igualdad junto a Irene, Pam y Carmen Calvo... y trabaja de 8.00 a 20.00 con el objetivo de conseguir un futuro mejor, reflexionará mientras se asoma a esa ventana de su alma: “Mi fortuna consiste en no pertenecer a ese 30% de jóvenes que está en paro, en ganar algo más de los 1.234 euros de salario medio que perciben de media quienes a esa edad trabajan y en poder vivir en Madrid, donde está todo lo interesante y prometedor”. Nadie le dirá que a los 36 quizás ya no sea joven, pese a que así se lo hayan hecho creer. Y nadie le contará que quizás ese gato de protectora de animales que merodea por su casa, y revienta las esquinas de su sofá de Ikea, equivale a bajar la persiana para no ver el paisaje invernal que se vislumbra cuando se asoma a la ventana de su alma.
Menudo golpe, mortal de necesidad, le han pegado con dulce acento argentino.
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