El debate de la noche del lunes al martes venía precedido de la expectación redoblada que saben crear los medios a base de regodearse en los preliminares. Primero, afilando detalles diferenciales respecto de los antecedentes disponibles. Luego adelantando la conexión con el lugar del acontecimiento para convertir en noticia la llegada de cada uno de los participantes siempre pautados en el orden protocolario convenido que ha de ir de menor a mayor número de escaños obtenidos en las elecciones anteriores que fueron las del pasado 28 de abril. La hora señalada, 10 de la noche, podía considerarse en el umbral de la inconveniencia. La duración de 170 minutos, rayana en el disparate. Las normas a base de cinco bloques temáticos, cuya apertura se había sorteado, buscaban la igualdad de oportunidades, aunque la espontaneidad quedara visiblemente mermada. Los moderadores rehuían cualquier ademán que pudiera interpretarse como trato de favor que discriminara.
Cada uno de los cinco candidatos a la presidencia del Gobierno traía de casa todas las cautelas y prevenciones y escrutaba el plató como si fuera un campo de minas. Sus entrenadores les habían insistido en jugar a la defensiva, sin arriesgar, evitando errores. Salían a la cancha convencidos de que saldría ganador quien menos goles metiera en propia puerta. Los espectadores estaban sobre todo interesados sobre cómo podría ser la ruptura del bloqueo que nos mantiene inmovilizados a partir del lunes próximo 11 de noviembre. Pero enseguida se vio que seguimos en la física del estado sólido, la de la adhesión inquebrantable a los principios del inmovilismo sin interacción alguna observable entre los dos bloques de izquierda y derecha. Dentro de cada uno de ellos había alguna pugna por la hegemonía, pero ni en el de la izquierda el PSOE corría riesgo procedente de Unidas Podemos, ni en de la derecha el PP sufría la más remota amenaza procedente de Ciudadanos.
Por parte de Albert Rivera y de Pablo Manuel Iglesias cundían maldiciones contra el bipartidismo, cuya sombra después del debate parece tan alargada como duradera. El señor presidente del Gobierno en funciones hacía el paseíllo convencido de que la lidia sería la de todos contra uno. Pero los espectadores que resistieron hasta el final se quedaron in albis. Pedro Sánchez se negó a responder la pregunta de cuántas naciones hay en España y rehusó también las súplicas de Pablo Manuel obsesionado con sentarse a la mesa del Consejo de Ministros resultante de la coalición necesaria para evitar que los socialistas se desvirtúen y acaben pactando a su derecha con el PP.
Recordemos que en política todo lo que ayuda a ganar las elecciones se convierte en dañino una vez obtenida la victoria, que sólo llega precedida de alguna renuncia
Tuvimos sesión de adoquín, que en realidad era un fragmento de loseta de la plaza barcelonesa de Urquinaona, exhibido por Albert empeñado en presentar recortes de periódicos pegados sobre cartones que las cámaras no enfocaban y perdían así todo carácter de prueba documental pretendido. A propósito de la corrupción, se advirtieron algunas tarascadas del líder de Ciudadanos contra Pablo Casado, quien terminó por replicarle que no se equivocara de enemigo e insistió en que el partido naranja presenta ya algunos casos reprobables que no han sido debidamente depurados en el municipio de Arroyomolinos. A Pedro Sánchez le mortificaba el aire de superioridad de Casado y desgranó el rosario de los casos que devana la justicia desde Bárcenas, Púnica y Gürtel en adelante. El líder pepero argüía que apenas lleva quince meses en la presidencia del Partido y que las reclamaciones, al maestro armero. Se trata de una fórmula muy peculiar que permite vestirse de luces con los supuestos aciertos de los predecesores que lucieron la misma camiseta mientras quedan sin asumir las corrupciones que todos estamos pagando.
Culminaron los 170 minutos prometidos y nos quedamos sin saber cómo se pagarán los gastos de Casado a base de disminuir los impuestos y cuáles son sus propuestas para Cataluña más allá de aplicar el artículo 155 de la Constitución. Sánchez infundía sospechas de que aceptara a los independentistas como animal de compañía que completase los escaños precisos para la investidura. Otra cosa es que el compromiso explícito de traer aquí a Puigdemont para entregarlo a los tribunales y la propuesta de reforma del Código Penal de modo incluya la convocatoria de referéndum se diría que están mal diseñados como ejercicios de aproximación.
En definitiva, poco más que prestidigitación verbal ante un electorado merecedor de algo más. Qué ocasión perdida para que alguno, sobre todo Sánchez, pronunciara una palabra terminante sobre la deserción de sus deberes por parte de las autoridades estatutarias de Cataluña y también de censura sobre el aliento que prestan a las barricadas ardientes. Recordemos que en política todo lo que ayuda a ganar las elecciones se convierte en dañino una vez obtenida la victoria, que sólo llega precedida de alguna renuncia. Como decía un buen amigo periodista, ninguno de los cinco renunció en el debate a nada y así andamos. Vale.
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