Cuando usted lea esta columna ya se habrá producido el primero de los debates televisivos y este texto aparecerá rodeado de valoraciones sobre quién ganó y quién perdió el primer asalto de los dos. Como pasa siempre, no faltarán las comparaciones con el mundo del boxeo y se leerá que Fulano quedó "noqueado" o que Mengano fue "ganador por KO" o quizás "a los puntos". Licencias retóricas muy adecuadas en este caso ya que los debates electorales son sobre todo un espectáculo de enfrentamiento público.
Un debate en TV tiene algo de acto político, pero ante todo y sobre todo es un formato más de programación televisiva, sometida implacablemente a las reglas del medio, que son la espectacularidad y la emoción, ambas imprescindibles para el objetivo real que es la captación de audiencia. Esas son las normas por las que funciona la TV, del mismo modo que el boxeo y el ajedrez tienen las suyas. Aunque la TV propague otra cosa, en realidad ninguna de las tres disciplinas, ni el ajedrez ni la tele ni el boxeo sirven para detectar quién llevaría mejor la Hacienda, las relaciones internacionales de España o cuál de los contendientes podría solucionar el lío de las pensiones. Solo nos permiten saber quién mueve mejor los trebejos, quién da mejor ante las cámaras y cuál pega los puñetazos más rotundos mientras se protege con agilidad de los del contrario. Es todo.
Quien pretenda ver cómo se confrontan en una TV ideas complejas, como lo es la propia actividad política; quien trate de contrastar argumentos trabajados en lugar de zascas o, ya en un delirio, espere escuchar alguna propuesta razonable e incómoda, como las que un buen político debería ser capaz de defender públicamente, que se olvide.
Si opta usted por no ver el debate, no piense que no está ejerciendo un derecho cívico. De eso nada: solo estará dejando de ver la televisión y siendo más dueño de su tiempo
En un debate televisivo todo está pautado al milímetro por los responsables de la cadena y los de prensa de cada partido. No caben más sorpresas que las que ya estén preparadas. En el de ayer incluso se había acordado la hora de llegada de cada "luchador" a los estudios, para que así las cámaras pudieran tomar sus imágenes bajando del coche y poder comentar el atuendo y las corbatas que llevaba o que no llevaba. Eso sin contar con la humorada de que una supuesta conversación cívica sea controlada por cronometradores de baloncesto. Pura TV, cero política.
Lo que sí son los debates es una oportunidad de oro para que las teles logren audiencia, que es lo que les importa. Aún resuenan los ecos de los dueños de las cadenas privadas reivindicando su derecho al negocio, como es lógico, y a que no se interfiriese en su programación desde el regulador público. Toda la razón. Ahora, sin embargo, todo son apelaciones al "servicio público", hasta el punto de que, como también pasa en cada campaña, se han alzado voces que, en pretendida defensa de la democracia, exigen que los debates televisivos entre los máximos líderes sean obligatorios por ley. No imagino a Juan Roig exigiendo que la ley nos obligue a comprar en sus establecimientos, por más que también ofrezcan un servicio público básico, por cierto, más que el de cualquier cadena de TV.
En los programas de ayer y de esta noche la confrontación es entre caras maquilladas (la cámara lo exige), gestos ensayados, datos parcialísimos, consignas tuiteras y, sobre todo, emociones como las del miedo y la rabia, que son las dos que están primando en esta campaña, para mal de España. Así que si usted no está entre quienes, por profesión, estamos obligados a seguirlos o no le gusta ese circo, mejor opte por seguir la tentadora sugerencia de la sección de cultura de este medio y disfrutar, como hubiese hecho yo, por ejemplo, con El diamante de Moonfleet, de John Meade Falkner, que las diez de la noche tampoco son horas para que la España que madruga se ponga a ver el inicio de un largo programa en TV. Pero sobre todo, no se le ocurra pensar que esa perdiéndose un derecho cívico. De eso nada, solo estará dejando de ver la televisión y siendo más dueño de su tiempo, que no es cosa menor.
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