Opinión

¿Debemos perseguir los discursos del odio?

En las últimas semanas hemos hablado mucho de los llamados ‘discursos del odio’. Sucesos de diverso cariz han despertado el interés público por el asunto. El más luctuoso fue la

En las últimas semanas hemos hablado mucho de los llamados ‘discursos del odio’. Sucesos de diverso cariz han despertado el interés público por el asunto. El más luctuoso fue la muerte de Samuel Luiz ocurrida este verano a consecuencias de una brutal paliza. Más revuelo causó la supuesta agresión homófoba sufrida por un joven en Malasaña a manos de ocho encapuchados. Aunque resultó ser una denuncia falsa, provocó un aluvión de protestas e indignación, a las que se sumaron sin prudencia los miembros del Gobierno. ‘En nuestra sociedad no tiene cabida el odio’, afirmó solemne su presidente. El ministro del Interior fue más lejos, pues no sólo señaló directamente a un partido político, sino que trazó una ‘evidente’ relación causal entre los delitos de odio y discursos del odio: ‘Para que haya un delito de odio y se materialice una agresión por razón de su condición sexual, identidad de género, etcétera, siempre hay un discurso de odio’.

Después vino la manifestación que recorrió Chueca, donde los participantes desplegaron la simbología ultraderechista y corearon consignas como ‘fuera maricas de nuestros barrios’. Aunque el acto no congregó a más de doscientas personas, convocadas por un puñado de organizaciones marginales, inmediatamente se convirtió en polémica nacional. Comentaristas y representantes políticos se escandalizaron por que se hubiera permitido la concentración, dando por supuesto que la Delegada del Gobierno tendría que haberla prohibido. La propia ministra de Igualdad anunció que pondría los hechos en conocimiento de la Fiscalía, por entender que ‘esas manifestaciones de intolerancia, de racismo, de homofobia’ pueden constituir un delito de odio y deberían recibir castigo legal.

Haríamos bien, sin embargo, en preguntarnos si en una sociedad democrática se deberían perseguir y reprimir por la vía penal los discursos del odio. Es tanto como plantear si está justificado restringir el derecho a la libertad de expresión de los ciudadanos con el propósito de poner coto a ese tipo de manifestaciones e impedir su libre circulación. Como explicaré, no es una buena idea, por más que la opinión dominante discurra a favor. Hay buenas razones para oponerse a ella.

‘Quienes públicamente fomenten, promuevan o inciten directa o indirectamente al odio, hostilidad, discriminación o violencia’ contra ciertos grupos o individuos en razón de su pertenencia a ellos

La cuestión no es ociosa. Diversos países europeos han legislado al respecto, siguiendo además las recomendaciones de organismos internacionales. Los Estados Unidos son la más notoria excepción entre las democracias occidentales. El nuestro no lo es, como pone en evidencia la larguísima redacción del artículo 510 del Código Penal, tras la reforma de 2015. Según reza, serán castigados con penas de prisión ‘quienes públicamente fomenten, promuevan o inciten directa o indirectamente al odio, hostilidad, discriminación o violencia’ contra ciertos grupos o individuos en razón de su pertenencia a ellos. ¿Qué grupos pueden ser sujetos pasivos de tal delito? La prolija relación debería servir de aviso, pues a los conocidos motivos antisemitas y racistas se suman los referentes ‘a la ideología, religión y creencias’, ‘situación familiar’, pertenencia a etnia, raza u origen nacional, ‘sexo, orientación o identidad sexual’, ‘enfermedad o discapacidad’, sin que falten categorías que se solapan o simplemente redundantes. Las penas se extienden, entre otros, a quienes produzcan o difundan ese tipo de materiales en cualquier soporte, así como a los que públicamente nieguen o trivialicen los delitos de genocidio, algo que tiene dudoso encaje constitucional.

No es de extrañar la mala prensa del odio, pues es la más pura expresión de malevolencia. Como decían los clásicos, nace de pensar que el odiado es mala persona, en general o en su trato con nosotros, y consiste en desear que algo malo le suceda. Al contrario que la ira, que experimentamos en el calor del momento contra personas concretas por afrentas sufridas o que creemos haber sufrido, el odio puede ser frío y perdurar largo tiempo, abarcando a clases enteras de personas.

Ahora bien, una cosa es desear el mal a otros, o manifestarlo, y otra causarlo intencionalmente. Pues hemos visto que en el totum revolutum del odio se confunden, inadvertida o interesadamente, cosas que habría que distinguir. Propiamente, los delitos de odio son conductas ilícitas, como homicidios, agresiones o amenazas, en las que se detectan como motivo los prejuicios o la intolerancia hacia ciertas minorías o grupos vulnerables; el odio no las convierte en delito, por así decir, sino que figura como agravante atendiendo a las repercusiones sociales que tienen. Cosa bien distinta serían aquellos mensajes o manifestaciones, sin relación directa con conductas violentas o ilegales, que se pretenden castigar únicamente por ser expresiones de odio.

Los jueces autorizaron finalmente la marcha, argumentando que la exhibición de esvásticas, por aborrecible que fuera, constituía un ejercicio de libertad de expresión

Pensemos por ejemplo en el ‘caso Skokie’, que marcó un hito en la jurisprudencia norteamericana sobre libertad de expresión, pues recuerda a lo sucedido en Chueca. Allí un partido neonazi decidió celebrar una manifestación, exhibiendo esvásticas y pancartas antisemitas, a lo que se opusieron las autoridades locales por todos los medios, cambiando hasta las ordenanzas municipales para impedirlo. Alegaban para ello que la mitad de los residentes en esa localidad de Illinois eran judíos, entre ellos varios centenares de supervivientes del Holocausto, por lo que permitir el acto sería un ultraje intolerable. El asunto tuvo una procelosa historia judicial, pues nada menos que la Unión Americana por las Libertades Civiles (ACLU) se hizo cargo de la defensa jurídica de los neonazis y llevó el caso ante el Tribunal Supremo. Los jueces autorizaron finalmente la marcha, argumentando que la exhibición de esvásticas, por aborrecible que fuera, constituía un ejercicio de libertad de expresión y quedaba protegida por la Primera Enmienda.

Las libertades de todos

El caso sacudió por dentro la ACLU, que perdió miles de socios, y levantó una enorme indignación. ¿Cómo una organización consagrada a la lucha por las libertades podía defender a un puñado de fanáticos indeseables? Las razones que habitualmente se invocan para prohibir los discursos de odio, como el daño emocional que causaría o la creación de un clima de hostilidad e intolerancia, salieron durante el juicio. Al frente del equipo de abogados de la ACLU estuvo David Goldberger, judío por más señas, quien vio que se trataba de una cuestión de principio, pues estaban en juego las libertades de todos: si el gobierno puede impedir hoy que circulen los mensajes de esos indeseables por considerarlos odiosos y despreciables, mañana podrá suprimir cualquier manifestación o idea que le disguste, pues presiones no faltarán.

Si se otorga a los gobernantes la facultad de censurar los mensajes en razón de su contenido, sacrificando lo que los americanos llaman viewpoint neutrality, a buen seguro que lo sentirán sobre todo disidentes y minorías, incluso aquellas a las que se pretendía proteger, como la experiencia muestra. La legislación contra los discursos del odio adolece además de defectos fatales, como la excesiva amplitud y vaguedad de redacción, que deja mucho margen a la discreción de los gobernantes para aplicarla de forma selectiva, errática o arbitraria. Por eso se presta a toda clase de abusos, no sólo por parte de regímenes autoritarios, sino en democracias europeas. Así lo ponen de manifiesto críticos como Nadine Strossen o Glenn Greenwald, e instituciones como la Comisión Europea contra el Racismo y la Intolerancia (ECRI) han terminado por admitirlo.

Decía el filósofo Ronald Dworkin que es fácil relajar nuestra defensa de la libertad de expresión cuando las expresiones en cuestión nos parecen despreciables o viles. Pero haríamos mal, según advirtió, pues así debilitamos el principio, no sólo en esos casos, sino en general. Y no es un principio cualquiera, sino uno que concierne a la legitimidad misma de un sistema democrático, pues sólo podemos imponer las leyes a quienes no están de acuerdo con ellas si las decisiones colectivas se toman respetando el estatus de cada persona como ciudadano libre e igual. Lo que significa que cada cual ha de disponer no sólo de voto, sino de voz para disentir, protestar, quejarse con razón y sin ella, y hasta vocear sus prejuicios y manías. El principio, como dice Dworkin, es indivisible y nos va en ello nuestra condición de ciudadanos.

Posdata. Decía Plutarco que el odio a la maldad está entre los sentimientos que se alaban; con ello concedía que había odios justificados. Eso revela cierta paradoja en la retórica política acerca del odio, pues de una parte se vale de la condena indiscriminada del sentimiento y, por otra, ofrece abundantes ejemplos de odio hacia quienes odian. Pero el odio hacia quienes odian parece en muchos casos selectivo. Recordemos que el mismo día de la manifestación de Chueca estaba previsto el ongi etorri a Henri Parot, condenado por 39 asesinatos, entre ellos los de la casa cuartel de Zaragoza, donde murieron cinco niños.

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