Los independentistas catalanes se pasan la vida pidiendo al Gobierno de Madrid que negocie con ellos. Lo hacen sin cesar, repitiendo el mensaje cada vez que alguien les acerca un micrófono, siempre con esa cara de frustración infinita ante el mundo porque la malvada España no les hace caso y sólo quiere reprimirles.
El gran triunfo del secesionismo en estos últimos años es el hecho que mucha gente en España, tanto en la izquierda como la derecha, creen que esta clase de peticiones tiene sentido. Un nutrido sector del 'podemismo' y sectores adyacentes habla casi con el mismo entusiasmo que Torra sobre la necesidad de una negociación bilateral. Muchos en la derecha adoptan el lenguaje sobre el conflicto entre Cataluña y España, aunque sea para denunciar de forma airada cada vez que Pedro Sánchez mira a un catalán de forma demasiado amigable.
El problema político de fondo en Cataluña, sin embargo, no es sobre el encaje de Cataluña en España, su relación con Madrid, o la reforma del Estado de las autonomías. El problema político de fondo en Cataluña es entre los catalanes que son partidarios de la secesión y los catalanes que se oponen a ella, y cómo los primeros han decidido monopolizar las instituciones autonómicas y autoproclamarse como únicos representantes legítimos del poble català.
Un porcentaje significativo de ellos (entre un 20 y un 40% de los integrantes del bloque) dejan de ser secesionistas si la separación implica salir de la Unión Europea
En Cataluña, siendo generosos, hay cerca de un 50% de catalanes que quieren redefinir la forma de Estado. Estos son gente que grita mucho y repite sin cesar que la voz de Cataluña son ellos, pero no son la totalidad del país. Es más, geográficamente no representan a las zonas más ricas y dinámicas de la región, a pesar de su afición a manifestarse por sus calles.
Lo irónico, por supuesto, es que hablar sobre “los independentistas” es más complicado de lo que parece. Aunque es fácil meterles a todos en el mismo saco y sus dirigentes insisten (cuando no se están atizando entre ellos) en que son un bloque cohesionado con una única visión para el país, no es que tengan un acuerdo demasiado sólido sobre cómo sería la nueva Cataluña post-secesión. Un porcentaje significativo de ellos (entre un 20 y un 40% de los integrantes del bloque) dejan de ser secesionistas si la separación implica salir de la Unión Europea. Según uno formule la pregunta en el sondeo, una reforma constitucional sacaría también un bloque considerable de votantes de las filas del independentismo.
Una década atascados en el procés
Al otro lado de la creciente fractura social catalana hay una mayoría modesta pero consistente de votantes que no quieren la secesión. No son un bloque monolítico, como queda claro con las alegres diatribas entre sus dirigentes en el Parlament. Algo más de la mitad de ellos creen necesarios ciertos cambios legislativos e institucionales para acomodar mejor a los nacionalistas catalanes dentro de España; el resto se oponen a ello. Dentro del grupo hay una unanimidad casi absoluta en el hartazgo de llevar casi una década en Cataluña donde no se ha hablado nada más que del dichoso procès sin cesar. Hay un grado de irritación compartida, aunque en un grado variable, ante el monopolio nacionalista en el control de las instituciones catalanas.
El primer paso, si queremos resolver el conflicto, no es que Pedro Sánchez, Pablo Casado, o quien sea el pobre desgraciado que acabe en La Moncloa tras las próximas elecciones hable con los secesionistas porque los secesionistas no son Cataluña. El primer paso es que los nacionalistas catalanes dejen de ignorar a la otra mitad del país, y que logren que el resto de los catalanes recuperen la confianza en la Cataluña que estos han creado.
Si los nacionalistas catalanes no están dispuestos a aceptar que viven en un país dividido internamente, nunca abandonaremos este conflicto estéril
Del mismo modo que los secesionistas hablan sobre cómo “Cataluña” ha dejado de confiar en “España”, la mitad no-independentista de Cataluña ha dejado de confiar en la Cataluña nacionalista. Son demasiados años perdidos en el victimismo, las excusas, los debates estériles y en manifestaciones. Son demasiados años en los que los “buenos catalanes” copaban los medios, administración, cultura oficial e instituciones catalanas, y la mitad de la población simplemente no existía en la Generalitat. Los nacionalistas catalanes han acumulado poder, presupuesto público y competencias, y las han utilizado una y otra vez para avanzar su causa. Durante décadas, Cataluña ha sido un país diverso gobernado por unos dirigentes monocolores. Ha sido una democracia estrictamente mayoritaria en una sociedad dividida al 50%. Esto debe cambiar. Esta debe se la primera negociación con los nacionalistas.
Cualquier ampliación de competencias, cualquier acuerdo, cualquier posible cesión de poder a la Generalitat, debe incorporar garantías claras y firmes que este uso partidista de las instituciones no se repetirá. Cualquier reforma institucional en Cataluña, cualquier negociación, debe tener como punto de partida un acuerdo dentro de Cataluña dirigido a que las instituciones catalanas reflejen la sociedad catalana realmente existente.
Un país dividido
Los politólogos hablan en ocasiones sobre democracias consuetudinarias, o democracias de consenso, para describir aquellos sistemas políticos donde sociedades culturalmente divididas o fracturadas crean arreglos institucionales específicamente para evitar que una mayoría tome decisiones en solitario o monopolice las instituciones. Los casos paradigmáticos son Suiza (donde el ejecutivo siempre incluye una multitud de partidos) y Holanda (con sus constantes gobiernos de coalición); la Unión Europea, a mucha mayor escala, a veces funciona de forma parecida. Cataluña debe adoptar soluciones en este sentido.
Si los nacionalistas catalanes no están dispuestos a aceptar que viven en un país dividido internamente, nunca abandonaremos este conflicto estéril. Sin reformas que reflejen y traten de responder a estas divisiones, los catalanes no nacionalistas no pueden confiar en que los secesionistas no acaben por utilizar un nuevo pacto fiscal, competencias en educación o ley de referéndums en contra de la otra mitad del país. Hasta que el independentismo no adopte un compromiso creíble de renunciar no a la unilateralidad, sino a ignorar a la mitad de los catalanes, no hay nada que negociar con ellos.
El primer acuerdo debe ser entre catalanes, y debe centrarse en cómo se comparte el poder político dentro de Cataluña. Hasta que eso suceda, hay poco que negociar.
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