La decisión que este miércoles tomará el Rey Felipe VI respecto a la designación de candidato a la Presidencia del Gobierno es aparentemente sencilla... Insisto, solo aparentemente. Habida cuenta de que el artículo 99 de la Constitución deja clarísimo que "propondrá" -es decir, le obliga a proponer- un nombre tras la ronda de partidos, podemos dar casi por seguro que Pedro Sánchez saldrá de La Zarzuela con su designación bajo el brazo.
No hay alternativa aritmética, como sí la había en torno a su persona tras la no tan sorprendente renuncia de Mariano Rajoy vista con la distancia del tiempo transcurrido; y la única incógnita hoy no es saber si el socialista sumará los suficientes apoyos sino cuándo los sumará.
Resulta humanamente entendible, incluso, que Felipe VI tenga la tentación de pensar "que pase de mí este cáliz" y sean el candidato y la presidenta del Congreso, Meritxell Batet, quienes lidien con el 'toro' del calendario... y con el desgaste, en caso de que el bloqueo se alargue.
Claro que a nadie se le escapa que 2019 no es 2016, aunque solo sea porque entonces Rajoy renunció con la boca pequeña, mientras que desde el grupo mayoritario del Congreso y el Gobierno en funciones seguía controlando los hilos del poder.
Cuando Rajoy renunció en 2016 a la investidura desde su mayoría de 123 diputados lo hizo con la boca pequeña porque tenía claro que seguiría con apoyo del PSOE"
Su renuncia únicamente buscaba que Pedro Sánchez, tras la osadía de postularse con tan solo 84 diputados frente a los 123 del PP, 'se cociera' en el imposible 'pacto del abrazo' con Ciudadanos -no daban los números-. Sabía, porque así lo había hablado en privado con no pocos de ellos que, finalmente, el aparato del partido, los barones y vieja guardia acabarían forzando la abstención del PSOE tras unas nuevas elecciones en junio.
La cosa ya saben cómo acabó: mal, muy mal. Se celebraron esas elecciones, Rajoy pasó de 123 a 137 diputados y como el hoy inquilino de La Moncloa siguió en el 'no es no', acabó fuera de la política mascullando el mítico "¡volveré!" del general MacArthur tras ser expulsado por los japoneses de Filipinas en 1942. Y lo cumplió.
Sin embargo, aquella investidura fallida de un Sánchez en 2016 apoyado solo por Albert Rivera acabó teniendo un efecto positivo: activó lo que pomposamente políticos y periodistas llamamos 'reloj de la democracia', el plazo de dos meses al final del cual, si no hay presidente, el Rey disuelve las Cortes.
Junqueras tiene la llave
Nada de eso está garantizado con la decisión que va a adoptar este miércoles don Felipe VI, quien simplemente va a transferir la gestión de los tiempos -muertos, de momento- a un Pedro Sánchez cada vez más presionado para que ceda en cuestiones clave de la soberanía nacional por Esquerra Republicana de Catalunya (ERC), a la cual ya se escucha que, hasta después de Navidad, nada.
Sabe el presidente en funciones que la victoria del PSOE el 10-N fue muy amarga, con tres diputados menos -Rajoy obtuvo 14 más en aquella repetición electoral- y que el PP de Pablo Casado le ha puesto la proa de tal manera que, por sus tratos con Podemos y ERC, solo una maniobra in extremis del PSOE contra su candidato para descabalgarlo haría a Génova barajar esa abstención. Razón de más para que los independentistas piensen que tienen la sartén por el mango y presionen por ello al candidato hasta el infinito.
De momento, guste o no leerlo, la realidad es que el Rey va a transferir el control de los tiempos de la investidura también a Oriol Junqueras, que está cumpliendo una pena de trece años en la cárcel de Lledoners (Gerona) tras la condena del Tribunal Supremo y en espera de ser reclasificado en segundo grado para acceder a permisos; y a Quim Torra y Carles Puigdemont en guerra por ver quién se presenta ante el independentismo como más antiespañol... Preocupante.
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