Opinión

Deconstruyendo la Diada

Un año más los separatistas se apropiarán de actos institucionales, de las calles, de los titulares de los medios de comunicación. Es, ya saben, la Diada Nacional de Cataluña. Un

Un año más los separatistas se apropiarán de actos institucionales, de las calles, de los titulares de los medios de comunicación. Es, ya saben, la Diada Nacional de Cataluña. Un mito que, como el resto del imaginario nacionalista, se basa en una mentira. Conclusión, hoy los catalanes no tenemos nada que celebrar, como no sea la impostura.

Hablemos de Rafel de Casanova

Cuando se eligió el once de septiembre como fiesta nacional catalana – en lo de nacional habría mucho que discutir – se dijo que era porque marcaba un hito histórico en la historia de esta tierra. Según la mitografía creativa nacionalista, tal día como hoy de 1714, Cataluña salió derrotada en una guerra contra España, perdiendo sus libertades. Torra se cuidó muy mucho de contribuir a esta monstruosidad histórica cuando fue el responsable del Centro El Born, el punto cero del separatismo catalán.

Pero eso no es más que una mentira. La guerra de Sucesión fue un conflicto – por cierto, a nivel europeo, preludio de alguna manera de lo que serían las guerras mundiales del siglo XX – en el que dos pretendientes al trono de España se disputaban el pastel. La casa de Austria, por un lado, y los Borbones por otro. Ni Cataluña era por entonces independiente, ni mandaba el pueblo, signifique eso lo que sea, ni existía nada que se pareciese a un régimen democrático por la sencilla razón de que, en aquel siglo, esto de la democracia no era precisamente la última moda en materia de gobierno.

Era, pues, un asunto entre élites, ajeno a la gente que, si acaso, tomó partido por uno u otro de los dos aspirantes a la corona española y poco más. Para rematar la tremenda perversión histórica, se eligió por parte de aquel catalanismo racista y carlistón la figura de Rafel de Casanovas como mártir del sitio de Barcelona, que acabó cayendo en manos del Duque de Berwick. Pero Casanovas no fue mártir de nada ni murió agarrado al Pendón de Santa Eulalia, como se le ve en la estatua que conmemora el sitio barcelonés. Herido, sí, pero no muerto, acabó sus días pacíficamente en su pueblo, ejerciendo su trabajo. De funcionario de la época, por cierto, yéndose al más allá en su cama rodeado de sus deudos y en la paz de Dios. Ese es el héroe al que cada año todos los partidos, y decimos todos, incluso PSC y PP, van a ofrecerle flores como si del doctor Fleming se tratase. ¡Loor y más loor a los héroes catalanes!

Como las mentiras nunca van solas, al hilo de ese mito se fomentó el de la Generalitat como institución secular catalana, democrática, ejemplar, ejemplo de Europa y primer parlamento del mundo. Hasta Pau Casals, en su célebre discurso ante la ONU, lo repitió de buena fe, creyéndoselo a pies juntillas. Otra bola de fuste. Pero tal institución medieval fue un instrumento en manos, básicamente de la iglesia - la mayoría de los que la presidieron fueron clérigos – sin ninguna concesión a la libertad de los catalanes. ¿Cómo, quién y cuándo se recuperó del trastero de la historia aquel mamotreto del que nadie se acordaba? Paradoja de las paradojas, fueron Marcelino Domingo y Nicolás d’Olwer, encargados por Alcalá Zamora que, alarmado ante la proclamación por parte de Francesc Maciá de aquella república federal catalana dentro de la República Española, ojo, no fuera, sino dentro, los envió a Barcelona a ver como arreglaban aquel desaguisado. Eruditos ambos, propusieron al ex coronel Maciá la martingala y este aceptó encantado de poderse incluir en un listado histórico. Si los curas de la Generalitat hubieran visto que esa institución caía en las manos de Esquerra se habrían horrorizado.

Así que la Diada de marras ni rememora una derrota catalana a manos de la malvada España, ni Felipe V fue un rey ajeno a Cataluña puesto que numerosos catalanes tomaron partido por él, ni la Generalitat es una institución secular que entronca a Puigdemont y Torra con un pasado históricamente aproximado. Esas son las raíces de la fiesta que hoy congregará a gentes hiperventiladas que vocearán consignas basadas en el mito interesado de los catalanistas, mito que solo sirve para que algunos crean en un pasado que jamás existió como tal.

Alterar el pasado para conquistar el presente

Esa eso la estrategia constante desde el inicio de la transición por parte del nacionalismo. Que la pseudo izquierda haya colaborado eficazmente en tamaña impostura solo se entiende si observamos que la mayoría de sus dirigentes eran hijos de la misma burguesía que los convergentes. Porque Cataluña jamás fue un reino ni, por tanto, tuvo reyes, que lo eran de la Corona de Aragón, la que tenía la cuatribarrada como enseña. Que Jaime I hablase catalán – lemosín, si hemos de ser precisos – es lógico porque era de aquí, pero no era rey de Cataluña ni lo fueron sus predecesores ni sus sucesores. Barcelona era condado, eso sí, ora dependiendo de los francos, ora de los aragoneses, pero nada más. Un inciso: resulta cuando menos sorprendente que estos separatistas, antimilitaristas y anti monárquicos a machamartillo, se deshagan ante estas historias reivindicativas de supuestas coronas cuando no de gestas imperialistas, y me refiero a Roger de Lauria y a sus almogávares. Todos súbditos de la corona aragonesa, evidentemente.

Añadiremos que el tratado de Utrecht por el que se dio fin a la guerra de sucesión privó a España, debido a que el pretendiente de las élites catalanas, el Austria, los dejó con el culo al aire, de una buena parte de los territorios que habían pertenecido siglos ha a la corona de Aragón. Los mandamases catalanes siempre han sido igual, la lían, se ponen a salvo y luego ya vendrá otro que pagará la factura. En este caso, la minuta no fue cosa de broma. Todos los dominios del Mediterráneo, ni más ni menos.

A nadie se le escapa que esa mixtificación de la historia de Cataluña y de España ha calado profundamente. En las escuelas de mi tierra no hay alumno que no repita todos estos embustes de pe a pa, como nosotros recitábamos las tablas de multiplicar. Es un axioma infalible, veraz, un dogma. Qué lástima. Ningún plan de estudios elaborado por la Generalitat ha dejado de insistir en la ponzoña de la mentira, de forma y manera que a día de hoy es casi imposible explicarle a nadie, sea niño o adulto, que el principal obstáculo con el que toparon los independentistas cubanos fueron los hombres de negocios catalanes que veían en la pérdida de la perla del Caribe un desastre para sus pingües explotaciones de tabaco y azúcar. O que los últimos negreros que se hicieron millonarios como traficantes de esclavos eran de aquí, esta “tierra de acogida” en la actualidad.

Claro que tampoco les han explicado el papel de un sector del separatismo en la década de los treinta con respecto a la dictadura de Mussolini o de Hitler, de como la Lliga fue franquista a carta cabal o de lo que fue el Tercio Nuestra Señora de Montserrat, integrado por carlistas catalanes. De ahí salió, por cierto, el autor de la célebre habanera “El meu Avi”, que ahora entonan melancólicamente los nacionalistas, pasablemente nostálgicos de aquellos tiempos en que los indianos, a saber, hombre de negocios que se iban a las Indias y hacían fortuna, volvían a casa cargados de oro que, en no pocas ocasiones, había sido obtenido por métodos poco honorables.

Lo único que se ha mantenido a lo largo de nuestra triste historia es la avaricia de los dirigentes, la estupidez del pueblo, el ostracismo a los discrepantes, bien envuelto con el humo de los pebeteros eclesiales, contrarios a toda modernidad y liberalismo.

Pudiendo celebrar tantas cosas buenas que tenemos en mi tierra, eligieron lo peor. De ahí que hoy no sea fiesta para mí. Y lo digo con un profundo pesar, el que manifestaba Josep Pla al asegurar que el catalán era alguien al que, sintiéndose plenamente español, eso sí, hablando en su propia lengua, lo habían machacado toda su vida diciéndole que tenía que ser otra cosa.

Ahí radica el problema.

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