La política se parece mucho a la farmacopea: cuando se trata de solucionar un mal nunca pueden evitarse que haya algún efecto secundario. Por eso se ha dicho de la buena política que es el arte de solucionar un problema sin causar otro mayor. Los sanitarios lo saben y cuidan de que el saldo entre la mejoría y las consecuencias indeseadas sea positivo, pero no ignoran que estas últimas existen. Los políticos deberían hacer lo mismo.
A menudo es difícil: ¿Quién le iba a decir a Macron que equiparar los impuestos del diésel y la gasolina para así desincentivar el uso de los más contaminantes iba a hacer que Francia entera ardiese? Nuestras sociedades son complejas, como nuestros cuerpos, y en ambos casos hay equilibrios sutiles que pueden romperse con facilidad.
Pero hay veces que hacer previsiones tampoco es que sea tan difícil. Es el caso del decreto sobre alquileres. No dudo de la buena intención del ministro Ábalos pero sus consecuencias negativas, contrarias al objetivo perseguido, son tan obvias que se echan de menos algunas explicaciones sobre cómo piensa el Gobierno evitarlas. Porque no es creíble que las desconozcan.
Ante el aumento del plazo legal mínimo de alquiler el propietario hará cuentas pensando en cinco años, no en tres, de posibles deterioros, y buscará compensación
Dice el Gobierno que trata de darnos más seguridad a quienes vivimos de alquiler, pero lo hace incrementando la incertidumbre de los arrendadores, que van a percibir un claro aumento de su riesgo a la hora de alquilar viviendas. Y un aumento del riesgo implica, siempre, un aumento de la remuneración exigible. Es decir: pisos más caros.
Aumentar el plazo legal mínimo supone que el propietario hará cuentas pensando en cinco años de posibles problemas o deterioros, no en tres, y buscará la compensación en el precio. La ampliación de la prórroga actúa exactamente en el mismo sentido. No me puedo creer que no se les haya ocurrido pensarlo.
La limitación de las fianzas a lo que son los usos habituales puede evitar claros abusos, sin duda, pero también disuadirá a los propietarios más timoratos de poner sus inmuebles en el mercado, donde todavía faltan muchos pisos cerrados. Es decir, menos pisos en oferta y, por consiguiente, más caros.
Las tremendas imágenes de desahucios que -recordarán- los primeros años de la crisis eran de propietarios hipotecados y ahora son de inquilinos, no van a desaparecer porque al dueño se le obligue a esperar un mes más. Solo se retrasarán un mes, pero el drama será el mismo. Sigo sin creerme que no se les haya ocurrido pensarlo.
Hasta el estallido de la burbuja inmobiliaria nadie alquilaba, pudiendo comprar. Es la crisis la que nos trajo un crecimiento del mercado de alquiler de la mano de la precariedad y de la movilidad laboral que, simplemente, impiden ahorrar y también decidir a largo plazo. Son millones las personas que no pueden arriesgarse a comprar y que, por lo mismo, están retrasando sus proyectos vitales o, simplemente, renunciando a crear familias. Este drama lo es en primer lugar para los jóvenes, pero también para el país entero.
Los pisos de renta antigua del franquismo mataron el alquiler, un ejemplo bien cercano que asombra que se haya olvidado tan rápido
Tanta inseguridad carcome la decisión de ambas partes, del arrendatario y del arrendador, y esa inquietud en nada facilita un mercado consolidado y estable. Ahí está la auténtica dificultad que habría que tratar de atajar, para que alquilar no sea una aventura y sí una actividad normal. Necesitamos un mercado de alquiler amplio y seguro y éste, que por definición juega a años vista, lo que necesita para regularse es más tranquilidad y menos sustos. No le hacen ningún bien los que ya le da la inseguridad laboral de los inquilinos jóvenes y no necesita que el Gobierno le asuste aún más.
Dice el ministro que, de momento, no tienen intención de controlar los precios, que ya se verá en la tramitación del proyecto, lo que puede ponernos ante otra paradoja; la de que sea el voto de Podemos, que naturalmente que quiere regular los precios, lo que devuelva el decreto al Gobierno.
La Ley de arrendamientos urbanos de 1964 dio lugar a aquellos pisos “de renta antigua” que fijaban los precios y protegían al arrendador y a sus dos generaciones siguientes. Como lógica consecuencia, en España el mercado del alquiler tardó décadas en ser una oferta cercana a la normalidad. Matar el alquiler fue el efecto secundario que tuvo aquella medicina, recetada en pleno franquismo. Un ejemplo bien cercano que asombra que se haya olvidado tan rápido.