Desde hace años, el 3 de mayo, Día Mundial de la Libertad de Prensa, la Asociación de Medios de Información (AMI) publica un anuncio que lleva por título Creemos en el periodismo. La frase, que va acompañada de palabras como «falsedad», «partidismo», «intrusión», «intereses» –éstas tachadas con una raya–, «verdad», «imparcialidad», «respeto», «vocación», es una especie de prescripción que advierte a los periodistas de que si quieren que la gente confíe en ellos han de ser dueños de sí mismos para expresar lo que ven y piensan. O sea, igual que esos otros eslóganes de La verdad es valiente o La verdad es incómoda y que hoy recobran actualidad ante la obsesión del presidente del Gobierno de acabar con los medios de comunicación que, a su juicio, le son hostiles y que es una señal, otra más, de la degradación de las democracias dispuestas a sacrificar el derecho al libre pensamiento. Una actitud, la de censurar y atacar a la prensa, que se produce justo en el momento en que los medios de comunicación asumen la desagradable obligación de denunciar los abusos de poder cometidos en el seno del partido y de la familia de Pedro Sánchez y que recuerdan la Ley de Defensa de la República de 1931 que castigaba la publicación de noticias que fueran «una agresión contra el nuevo orden».
Una actitud, la de censurar y atacar a la prensa, que se produce justo en el momento en que los medios de comunicación asumen la desagradable obligación de denunciar los abusos de poder cometidos en el seno del partido y de la familia de Pedro Sánchez
Sólo en la sociedad abierta existen periodistas libres. Por el contrario, en una sociedad cerrada nunca se dará un periodismo independiente. En la primera, la contribución más importante del periodista es contar la verdad y luchar contra la mentira. El periodista es, a un tiempo, la vista, los oídos y la boca de la sociedad. Por eso, toda dictadura se ve obligada a reventar sus ojos, a taponar sus oídos y a sellar sus labios. Y por eso, en sentido opuesto, es imprescindible que el periodista escriba la verdad según su leal saber y entender. Con ella es como se hace frente a los autócratas, cleptócratas y enemigos de la democracia empeñados en denigrar a la prensa para que la ciudadanía ignore las pruebas de sus fechorías.
Hay un personaje cinematográfico que siempre me cautivó. Hablo de Dutton Peabody, aquel periodista de El hombre que mató a Liberty Valance (1962) al que unos forajidos le destrozan el diario Shibone Star y le dan una tremenda paliza por publicar de ellos lo que realmente eran. Casi moribundo, a Peabody aún le quedan fuerzas para decir a quienes acudieron a auxiliarle: «¡Le he explicado a ese Liberty Valance lo que es la libertad de prensa!». Antes se había dirigido a la gente de la cantina con esta arenga: «¡Buenas gentes de Shinbone! Yo, yo soy vuestra conciencia, soy la vocecita que resuena en la noche, soy vuestro perro guardián que aúlla frente a los lobos, yo, ¡soy vuestro confesor! Yo… yo soy… ¿qué más soy?» En realidad, Dutton Peabody era el fundador del periódico, el propietario, el director y también el encargado de barrer el local.
La figura de Peabody me reafirma en que no existe ley que obligue a un periodista a depender de nadie, como no existe un juez obligado a depender de alguien o de algo. Esto es un dogma incontestable. Sin embargo, no es menos cierto que en el mundo de la política se ha llegado a pensar, en etapas varias, que al periodismo –también al poder judicial– se le puede reducir al silencio, al igual que comprar y vender, implicarle en amorales tejemanejes o chanchullos e incluso ponerle una sábana de fantasma y tratársele de marioneta.
Lo expresó muy bien Lord MacGregor of Durris, que fue presidente de la Comisión de Quejas a la Prensa, sucesora del Press Council, en un artículo titulado Prensa y Responsabilidad en las Democracias en el que cuenta la respuesta que el periodista Sydney Jacobson dio a Winston Churchill cuando al hablar de sus relaciones con la prensa y decir que «lo que no se puede eliminar se arregla y lo que no se puede arreglar se elimina», le replicó que «las relaciones entre el Gobierno y la Prensa se han deteriorado, se siguen deteriorando y bajo ningún pretexto debe permitirse que mejoren».
Y lo dijo también Arturo Pérez-Reverte en el discurso que pronunció en julio de 2020 con motivo de la entrega del Premio Mariano de Cavia:«El único freno que conoce el político, el financiero o el notable, cuando alcanza cotas perversas de poder, es el miedo a la prensa libre», a lo que yo, mucho más modestamente, añadiría que el periodista no debe –no puede– poner sus armas al servicio de los que se erigen en dueños de la noticia, fabricantes de la verdad y hasta de la historia. El periodista obediente, el periodista uncido al carro del político, del poderoso o del zascandil de turno, ofrece a quienes todos los días leen su trabajo un espectáculo demasiado triste. No es cuestión de entrar en detalles, pero quienes incurren en la fantasía de que neutralizando a la prensa molesta controlarán mejor a la opinión pública, lo que en el fondo anhelan es encarnar un gobierno despótico en el que los gobernados no sean ciudadanos sino miembros de una colectividad sumisa a sus designios de poder.
Admito que la visión que ofrezco de la actual situación puede resultar pesimista, pero mis premisas son que un Gobierno no vigilado constantemente tiende al absolutismo y que una prensa libre e independiente es la forma más poderosa de control. Téngase en cuenta que la libertad de expresión no sólo se configura por su dimensión funcional y de ahí su íntima conexión con otros derechos constitucionales, como la libertad de empresa o el libre ejercicio profesional, sino que, además, está estrechamente vinculada con el pluralismo político, valor superior de nuestro ordenamiento jurídico, según proclama el artículo 1 de nuestra Constitución.
«La prensa debe servir a los gobernados, no a los gobernantes. Sólo una prensa libre y sin trabas puede denunciar, de una manera eficaz, los engaños del Gobierno (…)» Así lo sentenció el juez Hugo Lafallette Black, miembro de la Corte Suprema de los Estados Unidos entre 1937 a 1971. Algo semejante había dicho 150 años antes Thomas Jefferson, presidente de los Estados Unidos desde 1801 a 1809, al declarar que «entre un país con gobierno y sin periódicos y un país con periódicos, pero sin gobierno, yo me quedo con esto último». La frase, que formaba parte del pensamiento de un político abierto a la discrepancia, a las opiniones adversas y a las críticas, bien puede completarse con esta otra: «La prensa es el mejor instrumento para instruir la mente del hombre, y para mejorarla como ser racional, moral y social».
No puede haber democracia sin libertad de prensa. Es momento de defender este principio y de reivindicar la labor de los medios de comunicación. Los buenos periodistas saben que no están para hacerse famosos, ni siquiera para dar lecciones a los políticos de lo que tienen que hacer. La grandeza del oficio es informar. La verdad en el periodismo no es un secreto, sino una noticia voceada.
En fin. Hoy por hoy, lo importante es dejar constancia del agrado que al lector de un periódico, al igual que al oyente de una emisora de radio o al espectador de un informativo de televisión le produce comprobar que el periodista es leal consigo mismo y con sus destinatarios. La libertad de expresión como la de informar en libertad no son dogmas de fe, sino nociones tangibles que se pueden ver, oír, oler, tocar y hasta degustar. A la memoria me viene la solemne declaración que el director del The New York Times, Abraham M. Rosental, hizo a sus lectores: «el periódico no es mío, ni de los accionistas, sino vuestro, de vuestras ansias de información, de vuestro juicio y de vuestra ética». El único compromiso del periodismo es con la verdad y la justicia, dos nociones que bien pueden considerarse paralelas y fungibles.
Creamos, pues, en el periodismo y confiemos en la diosa de la libertad que, aun por débil o herida que esté, no hay quien la apuntille, se ponga como se ponga el tirano.
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