Opinión

En defensa de los ricos y contra la igualdad

En su discurso del miércoles pasado en el Instituto Cervantes, el Presidente del Gobierno anunció su decisión de avanzar hacia una fiscalidad más progresiva que “grave más a quienes más tienen”. Este planteamiento se sustenta en l

En su discurso del miércoles pasado en el Instituto Cervantes, el Presidente del Gobierno anunció su decisión de avanzar hacia una fiscalidad más progresiva que “grave más a quienes más tienen”. Este planteamiento se sustenta en la falacia según la cual las rentas altas españolas soportan una baja fiscalidad y en la clásica filosofía hostil y depredadora del socialismo hacia quienes con su trabajo y su talento obtienen ingresos superiores a la media. Ambas posiciones son un ejercicio de pura demagogia, alimentan la envidia en nombre de la igualdad y combinan la injusticia con la inmoralidad. 

De entrada, es falso que las rentas altas paguen pocos impuestos en España. Al contrario, este país ha pasado de ser un purgatorio a un infierno tributario para aquellas. Soportan una cuña fiscal (IRPF+cotizaciones sociales) del 59,5 por 100, 11,7 y 12 puntos por encima de la media UE y OCDE respectivamente y superior a la existente Francia (54,6 por 100), Dinamarca (52,2 por 100) o Noruega (47,4 por 100) por citar tres estados considerados de fiscalidad alta. A ello cabe sumar la presencia en España del Impuesto sobre el Patrimonio inexistente en los demás países de la UE y un tributo sobre las ganancias del capital del 28 por 100 versus el 18,6 en la media de esa área económica.

Por añadidura, el Global Wealth Report 2024  publicado por UBS muestra que España es uno de los países desarrollados en donde la distribución de la riqueza es menos desigual y en donde es menor el número de personas consideradas ricas, aquellas con un patrimonio neto de 1 millón de euros en adelante;  1.180.703 en esta Vieja Piel de Toro. Esto supone el 2,3 por 100 del total de la población española frente, por ejemplo, al 15,6 por 100 en Suiza, el 8,6 por 100 en los Países Bajos o el 8 por 100 en Dinamarca. En términos paradójicos e irónicos cabe asignar a los datos de ricos españoles el calificativo de paupérrimos. Sin embargo, lo relevante no es la existencia de pocos millonarios en España sino su criminalización por parte del Gobierno social comunista, su visión sectaria e ideológica caracterizada por un chato y mezquino igualitarismo. 

Imaginemos una sociedad con una perfecta igualdad económica. La oferta y la demanda para los diferentes tipos de empleos produce un milagroso equilibrio en virtud del cual cada uno obtiene la misma renta. Un día, esta utopía igualitaria se ve alterada por un emprendedor con una idea para un nuevo producto. Cuando éste es sacado al mercado, todo el mundo quiere comprarle. Las transacciones se realizan de manera voluntaria porque beneficia al vendedor y a los compradores pero el primero se vuelve mucho más rico que los demás. Considerar injusta esta ruptura de la igualdad previa es ridícula. La alternativa es una economía estacionaria y, por tanto, condenada a reducir el nivel de vida de todos los ciudadanos.

Este enfoque es extremo pero sintetiza de una manera clara lo que sucede en España. En promedio, la renta media ha crecido durante las últimas décadas pero no lo ha hecho de manera uniforme porque eso es imposible e indeseable. Salvo en los casos en los que el/los Gobiernos han otorgado privilegios legales a minorías, liberándolas de la competencia, las disparidades de renta-riqueza se han producido porque los cambios económicos y tecnológicos han aumentado de manera continua la demanda de mano de obra cualificada y porque los empresarios de éxito han proporcionado a los consumidores los bienes y servicios por ellos deseados.

Y esto no es el resultado de ninguna conspiración de los ricos, sino del simple juego de la oferta y de la demanda. En consecuencia, una sociedad y un Gobierno sanos no deberían preocuparse ni lamentarse de que un individuo se haga millonario, es estúpido, sino de que llegue a esa situación a través de procedimientos lícitos en un mercado abierto a la competencia.

Un observador imparcial dirá: eso está muy bien pero sólo si existe igualdad de oportunidades. En su ensayo El precio de la desigualdad, Stiglitz propone un test para evaluar aquella: el éxito económico de sus ciudadanos ha de ser independiente de si han nacido en familias ricas o pobres. Cuando esto no sucede, el Estado debe actuar. Ahora bien, si una sociedad basada en la carrera abierta a los talentos y, como la descrita anteriormente, con una igualdad absoluta de partida produce resultados desiguales ¿cuál es la justificación para redistribuir ex post la renta y la riqueza? 

En su significado prístino, la igualdad de oportunidades recompensa sólo las habilidades valoradas por el mercado. Este se sustenta en la justicia conmutativa basada en el criterio do ut des. El soberano consumidor determina la distribución del ingreso cuando vota a favor de adquirir unos bienes y servicios en lugar de otros. En este supuesto, un amplio porcentaje de cualidades humanas consideradas “valiosas” por sus titulares, pero no por quienes han de financiarlas, no recibiría un pago “adecuado” o “justo”. Ahora bien ¿es posible establecer un criterio de justicia sobre valoraciones subjetivas auto realizadas? Parece que no.

Por otra parte, las capacidades recibidas de manera natural por los individuos, por ejemplo la  “lotería genética”, les conceden una ventaja no accesible a los demás por vía competitiva. Los resultados materiales de esas desigualdades, ¿deberían ser eliminados o reducidos por los gobiernos con unos impuestos más altos a las personas con un coeficiente intelectual superior a la media?

Esta no es una pregunta retórica. Algunos autores, como Roemer en A general theory of explotation and clash, han defendido esa solución. Tampoco existiría un argumento de peso para tratar de modo distinto los activos obtenidos en la “lotería del mercado” o en la de la “herencia”. El absurdo de este planteamiento queda muy bien definido en la novela Facial justice de L. P. Harley en la que los guapos y los feos son obligados por el Estado a someterse a una operación de cirugía estética para asimilarlos a un estándar de belleza media. 

Todos los hombres no son iguales pero eso no es impedimento para que, legal y moralmente, tengan los mismos derechos civiles y políticos. Esa es una conquista de la civilización. Sin embargo, esa igualdad de trato conduce de manera inevitable resultados materiales desiguales. El liberalismo clásico se opuso y se opone a todo privilegio sancionado por ley, a cualquier iniciativa gubernamental que conceda ventajas especiales a algunos sin ofrecérselas a todos.

Pero un tratamiento igual dentro de las mismas leyes desemboca necesariamente en posiciones muy diferentes para los distintos individuos. Pretender acabar con esa situación con una fiscalidad confiscatoria mina los cimientos de una sociedad libre, castiga la valía individual y es letal para la prosperidad.

En vez de penalizar a las rentas altas cuyo único resultado será desincentivar la generación de riqueza procedente de ellas y estimular su huida de España, el Gobierno debería bajar impuestos y crear, en lugar de destruir, un sistema educativo capaz de ofrecer a los jóvenes el acceso a un capital humano que les permita subir la escalera del ascenso social. En otras palabras, hacer todo lo contrario de lo que hace.

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