Esta divagación viene a cuento de la conversación que el pasado fin de semana, y en Zamora para ser preciso, mantuve con unos amigos jueces y fiscales, más o menos próximos a la jubilación, a propósito del desatino de considerar desechos de tienta a los mayores de setenta años. Como botones de muestra, citamos los supuestos de Felipe González y Alfonso Guerra que, con justa razón, han clamado contra el edadismo del que son víctimas por gente de su partido. Mi opinión fue la de siempre y que, en alguna ocasión, como ahora, he manifestado por escrito. O sea, que un mal día quienes nos gobiernan acuerdan, por decreto, declarar viejo al que aún no lo es y deciden jubilarlo, mandarlo para casa y hasta humillarlo con esa cursilería de la tercera edad, al tiempo que le dan una pensión a cambio de que sonría.
La edad jamás puede servir de criterio para la exclusión. La creatividad, la experiencia y la estabilidad tienen gran peso según avanza la vida. ¿A quién se le ocurre que Mario Vargas Llosa tenga dejar de escribir por haber cumplido 86 años? ¿O que Carmen Iglesias, de 80, ha de abandonar la dirección de la Real Academia de la Historia o el sillón E de la Real Academia Española? ¿O que el doctor Valentín Fuster, de 79, y uno de los mejores médicos del mundo, no puede seguir dirigiendo el Instituto Cardiovascular del Hospital Monte Sinaí de Nueva York? ¿Acaso no nos sirve de ejemplo Víctor Erice que con 83 años acaba de estrenar Cerrar los ojos, su espléndida última película, y está dispuesto a comenzar otra? ¿Qué motivos existen para prescindir de alguien guiándose no más que por el Registro Civil?
Lo he dicho en alguna ocasión. Jubilar a los 70, incluso 72, a un catedrático de Universidad, a un magistrado o fiscal, a un abogado del Estado, a un notario, o a un registrador de la propiedad es un mayúsculo error. La valía jurídica de un juez, como la docente de un profesor, no puede medirse de forma tan pedestre. Fue Ihering el que escribió que para ser un buen jurista había que ser un gran escéptico y el escepticismo suele darlo la edad. Lo importante es ser o no ser útil. En el Tribunal Supremo norteamericano a sus miembros sólo los tumba la muerte o la declaración expresa de incapacidad. El actual presidente, John G. Roberts, nombrado en 2005 por Bush, tiene ahora 68 años. Bien conservado podría seguir en su cargo otros 15, lo que, por otra parte, es una sólida garantía de independencia e imparcialidad.
Aquella sociedad a la que Cicerón dedicó su De senectute nada tiene que ver con la de hoy en día, donde predomina el menosprecio por la vejez, tal vez porque ya no necesite de los saberes de los veteranos y prefiera los ordenadores
La vieja imagen de la vejez es vieja y valga la redundancia y abundan quienes siguen teniendo en la cabeza los rancios clichés de septuagenarios y octogenarios llenos de achaques y drásticamente disminuidos. No es así. Con la edad tal vez perdamos memoria y agilidad mental, pero nuestra visión del mundo cambia para expandirse. Un estudio de la Universidad de Harvard llega a la conclusión de que la gente cuando pasa de los 60 años no sólo mejora la inteligencia, sino que también la felicidad aumenta. Con la edad se pierde fuerza y vitalidad, pero se gana autoridad, reflexión y buen juicio. Lo proclamó hace muchos años un romano sabio. Lo que sucede es que aquella sociedad a la que Cicerón dedicó su De senectute nada tiene que ver con la de hoy en día, donde predomina el menosprecio por la vejez, tal vez porque ya no necesite de los saberes de los veteranos y prefiera los ordenadores. A los 80 años y no digamos a los 70 queda mucha vida por delante. Según datos que tengo a mano, el año pasado los ciudadanos españoles con 65 o más años sobrepasaron los nueve millones de personas y cerca de dos millones superaron los ochenta años, lo cual es un logro social y cultural imponente.
Lo primero que el hombre necesita para envejecer es tener decoro, esto es, envejecer sin frivolidad y con los pies bien pegados al suelo
A lo largo de mi vida he aprendido varias lecciones. Una, que hacerse mayor no es malo y nadie lo es tanto como para no pensar vivir otro año más. La segunda, que la mejor medicina para evitar que la edad te derrote, es mantener activas las habilidades del cuerpo y las potencias del alma. Y la tercera, que para aplicar la anterior antes has de vencer ciertos prejuicios adversos sobre la edad. En cierta ocasión Picasso escribió que «cuando se es joven de verdad, se es joven para toda la vida», cosa que repito cuando tengo oportunidad, pues me parece una sentencia luminosa.
El peligro está cuando se aspira a más de lo razonable. Si mis buenos amigos y grandes magistrados y fiscales y yo hubiéramos ambicionado, por ejemplo, ser «balones de oro», «nobeles de la Paz» o «premios Cervantes», lo más probable es que a estas alturas nos sintiéramos bastante frustrados. Eso es lo que les pasa a muchos; que quieren ser obispos cuando el destino real, siendo generosos, no pasa de curas de su pueblo. Lo primero que el hombre necesita para envejecer es tener decoro, esto es, envejecer sin frivolidad y con los pies bien pegados al suelo.
Con rotundas palabras, Camilo José Cela, auténtico paradigma de fusión entre la vida y la literatura, me dijo, recién cumplidos los 80 años, que sólo cuando se renuncia a ser joven la vejez se presenta y barre todas las ilusiones, noble idea que, varios siglos antes, Lope de Vega, que murió sin tan siquiera llegar a mayor, había expuesto en su Égloga piscatoria al proclamar que en los campos de la vida no hay más que una primavera. A la juventud no la domina el calendario, pese a su desbocado deshojar. La clave reside en el espíritu de cada cual y tengo para mí que viejo es quien considera que su tarea está cumplida. Es decir, el que se levanta sin metas y se acuesta sin esperanzas. Saber envejecer es una obra maestra del arte de vivir.
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