Desde hacía ya un tiempo rondaba por mi cabeza la idea de dejarlo todo. De apagar el interruptor de ese otro mundo virtual cada vez más falso, más postizo, más vomitivo. Los únicos perfiles que me empujaban a mantener activada mi cuenta de Instagram eran aquellos relacionados con viajes, libros, escritores, periodistas y cocineros incipientes que compartían sus recetas -idénticas todas- pero que, en noches de desvelo, hacían las delicias de mi sueño hambriento.
Llevaba meses barruntando la posibilidad de mandar las redes a la mierda. Una posibilidad que esta semana alcanzó su punto álgido después de verme rodeada, hiciera lo que hiciera, por la idiotez elevada a la máxima potencia. Que alguien me explique -si es capaz- dónde está la gracia de pagar casi siete euros para poder publicar las que hubieran sido las fotos de tu anuario de instituto en los noventa de haber vivido en Estados Unidos. Retratos creados, previa espera de dos horas, con eso que llaman inteligencia artificial y que, tan pronto me aterra como me resulta esperpéntica… de todo, menos inteligente en ocasiones. Y más grave todavía me parece que medio planeta haya sucumbido a esta tendencia estúpida. Actores, actrices, presentadoras, famosos, modelos, influencers por supuesto, ni siquiera Pedro Sánchez se ha librado de que le hagan su versión americana años noventa. Un tipo malote y deportista que bien podría haber sido protagonista de la famosa Grease y hasta quizá le hubiera ido mejor atiborrándose a hamburguesas y bebiendo cerveza con sus amigotes en un descapotable que al frente del Gobierno. Quién sabe.
Fotografías todas, eso sí, en las que sus protagonistas -como era de esperar- salen muchísimo más favorecidos que en la actualidad y que en los años de instituto, desde luego
Hasta el moño he terminado de abrir estos días las redes y toparme con las imágenes ficticias de unos y otras ante un fondo azul con cierto tufillo a añejo y más propio de aquella época en la que acudíamos a la tienda de fotos del barrio para sacarnos las instantáneas de comunión que tantos salones han decorado durante años. Imágenes de conocidos y conocidas con gorra y raqueta, pompones de animadora, gafas de intelectual, libros de atrezo bajo el brazo y hasta coronas de reina sobre unas melenas infladas y onduladas puestas a punto para lucir en la fiesta de final de curso con la que tantas veces nos han tratado de deslumbrar en pelis yanquis hechas para adolescentes. Fotografías todas, eso sí, en las que sus protagonistas -como era de esperar- salen muchísimo más favorecidos que en la actualidad y que en los años de instituto, desde luego. A ver quién es el valiente o la valiente que publica las fotos de su anuario real en esa etapa en la que las inseguridades y complejos van pegadas con Loctite al estuche dentro la mochila.
Quedar fuera del show
Pues bien, por si no fueran suficientemente tontas las instantáneas en sí, además es que entrañan todo un riesgo en materia de seguridad. Lo reconoce la propia empresa creadora de esta aplicación descargada -según leo- más de noventa millones de veces desde que fue lanzada hace un par de años. Se apropia de las caras y de los datos de todos aquellos usuarios que se la instalan en teléfonos o tabletas y que tienen que enviar diferentes selfies para que, después, la inteligencia obre el milagro. Pero claro, jamás pensamos en los peligros cuando se trata de ponerle filtros a la realidad. No somos conscientes o no queremos serlo de lo que entraña ese click con el que rellenamos el cuadradito vacío que aparece generalmente al final de una página web y aceptamos los términos y condiciones de la herramienta en cuestión. Los lloros ya vendrán después, si vienen y, sino para qué pensar en ellos.
El caso es que todo este circo sin magia, aunque con los trucos engañosos que se le atribuyen y alaban a la tecnología, me parece del género bobo. Y me preocupa que millones de personas compren asiento en primera fila para no perderse el espectáculo y correr el riesgo de quedar fuera del show. Vaya sociedad la nuestra. Tan vacía y tan hueca como la cáscara de una nuez cuando le extraen el fruto.
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