Los productos se venden de forma masiva porque los publicistas conocen bien la mente humana y dirigen los anuncios a los sesgos. La sociedad de consumo se funda en ese manejo psíquico que convierte lo superfluo en necesario, y que no pocas veces se hace con gracia y hasta cierta belleza, hay que reconocerlo. Pero sobre todo con eficacia y excelencia: la riqueza absurda que se crea sirve para mantener un nivel de vida elevado, y el pueblo tiende a agarrarse a una vida llena de cosas y sitios, de compras y viajes. Todo ese tinglado se sujeta en la palabra, en esa palabra que va diciendo lo que se quiere oír. Por eso siempre acierta, y por eso perseguimos dóciles toda esta prosperidad.
Cuando los políticos aprenden el truco, la legítima oratoria cede a la palabrería hueca, suficiente para hilar unas cuantas consignas y llegar a los corazones
El sesgo de confirmación es básico en publicidad y, por tanto, también en política, casi ya mero pleonasmo. Para llegar a los soberanos basta con tocar sus fibritas y hablar con alguna soltura. En ese momento, en ese acto sentimentalmente supremo, los soberanos así tomados de uno en uno pasan ya a ser la gente y la gente, un rebaño tolón tolón que puedes conducir donde quieras. Entonces los votantes votan ya por el regalo que hagan a sus oídos predispuestos, como los consumidores consumen por la gracia de unos anuncios que les dan de continuo la razón. Cuando los políticos aprenden el truco, la legítima oratoria cede a la palabrería hueca, suficiente para hilar unas cuantas consignas y llegar a los corazones. Es entonces, como decían los griegos, cuando la democracia se convierte en demagogia y cuando por todas partes salen guías y conductores dispuestos a pastorear la grey, que tiene por costumbre confundir protestas con balidos y opinión con servidumbre.
España, estragada de la democracia, vive ya en un régimen demagógico. Solo hace falta ver a los publicistas del Congreso, que apenas saben nada ni dicen nada con sustento intelectual, pero que envuelven sus patrañas en consignas de celofán y venden aire ideológico a fuerza de gestos, fachendería y palabras sin sentido que caen como nueces vanas. Todos vienen de abajo y ahí abajo han aprendido il mestiere: tipos con conocimientos superficiales que usan esa vanilocuencia de bote y la aliñan con imágenes bien traídas y estrategias propias de cine de mafiosos. Ahí abajo, donde está el pueblo, donde huele a sudor rancio, ahí es donde se hace esta escuela de mandarines y donde cualquiera, como decía el ínclito, cualquiera, Sonsoles, puede ser presidente del Gobierno. En un país donde cualquiera puede ser presidente del Gobierno la democracia ha cumplido su trayecto y el demos solo atiende ya a los aduladores. Pero los aduladores saben que con poco esfuerzo esa atención puede transformarse en conformidad y fanatismo, y se puede ser entonces un tipo formal y mirar para otro lado mientras matan judíos.
Amoralidad imprescindible
Esa mezcla apropiada de locuacidad vacua y cuidado de la imagen es el humor constituyente de nuestros demagogos, aderezado además por una amoralidad imprescindible para rehuir posturas consecuentes. Más allá de los nuevos moños, de la verborrea atolondrada de una portavoz que anda siempre cansada de oírse, de las ministras feministas enredadas en sus propios vestidos y locas por salir en las fotos, más allá de la vocinglería separatista y su pijería esencial, el compendio de este tiempo vanilocuo toma cuerpo en el mayestático presidente de la cara angulosa.
Los analistas, los pobres analistas, se escandalizan porque el presidente sintiera de profundis el suicidio de un etarra en la cárcel y lo dijera así como un sentido pésame. Lo detectó Arcadi Espada: no hay nada de profundo en ese epítome de superficialidad, cómo iba a haberlo; significantes vacíos encaminados solo al aprovechamiento. El presidente, lo que haga falta. La banalidad lingüística y la veleidad moral se sobran para comerse el mundo. Dicen que el pueblo soberano quedó dividido entre quienes, pues hijo, tampoco es para tanto y quienes había que colgarlo. No olviden que las demagogias suelen terminar a hostias.
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