La expresión ‘democracia iliberal’ ha hecho fortuna. La encontramos con facilidad tanto en artículos académicos como en los periódicos, donde se aplica con largueza al régimen de Erdogan en Turquía, al autoritarismo de Putin o a la ‘democracia bolivariana’ de Maduro. Dentro de la propia Unión Europea, la Hungría de Viktor Orbán se ha convertido en el verdadero laboratorio de la democracia iliberal, que cuenta con imitadores en la Polonia de Jaroslaw Kaczynski y otros países del grupo de Visegrado, además de simpatizantes en Austria o la CSU bávara.
En su investidura del pasado mayo Orbán no dudó en afirmar que “la era de la democracia liberal ha terminado”. No fue un pronunciamiento de circunstancias, sino una idea meditada que ha venido repitiendo el líder magiar. Así lo hizo en un discurso de hondo calado ideológico en julio de 2014, cuando sostuvo la necesidad de romper con los dogmas liberales de Occidente: “Necesitábamos afirmar que una democracia no es necesariamente liberal. Aun sin ser liberal, puede ser una democracia”. Las sociedades liberales, añadía, no son capaces de construir naciones exitosas. Por ello, considerando el ejemplo de países como Singapur, China o Rusia, hay que abandonar los principios y valores liberales para organizar la sociedad. “El nuevo Estado que estamos construyendo es un Estado iliberal”, declaró sin tapujos.
Como sucede con los conceptos políticos, la noción es polémica. ¿Es posible una democracia iliberal, lo que vendría a ser tanto como decir una democracia antiliberal? Para algunos analistas sólo cabe responder con una rotunda negativa y alegan que la propia expresión es contradictoria. Otros autores, en cambio, consideran que es un concepto necesario para describir un fenómeno inquietante al que asistimos en la política contemporánea.
Lo que distingue a la democracia ‘iliberal’ de la democracia liberal es la falta de respeto por las instituciones independientes y los derechos individuales
Entre los últimos destaca Yasha Mounk, quien realiza un severo diagnóstico de la crisis de la democracia liberal en un libro de título resonante, El pueblo contra la democracia (2018). En su opinión, nuestros sistemas políticos se están descomponiendo al deshacerse la combinación de liberalismo y democracia por la que se caracterizaban; de ahí que presenciemos el surgimiento de formas de liberalismo sin democracia, por un lado, y de democracias iliberales, por otro. Ni democracia ni liberalismo son sencillos de definir, por lo que Mounk opta por hacerlo en términos institucionales: la democracia consiste en los mecanismos electorales a través de los cuales los ciudadanos toman decisiones políticas vinculantes, mientras que el núcleo del constitucionalismo liberal se cifra en el Estado de derecho y la protección de derechos individuales como la libertad de conciencia, de expresión o de asociación. De aceptar su tesis, eso significa que podrían existir Estado de Derecho y derechos fundamentales sin democracia así como democracia sin derechos individuales o imperio de la ley.
El “momento populista” que vivimos nos lleva al segundo escenario, allí donde el elemento democrático es desgajado del constitucionalismo liberal; es decir, allí donde las instituciones liberales como el Estado de derecho o las garantías de los derechos individuales se subordinan o se sacrifican a la voluntad de la mayoría. Como sabemos, los líderes populistas detestan las instituciones contramayoritarias y el delicado sistema de checks and balances sobre el que descansa una democracia constitucional. De ahí que Mounk considere natural hablar de ‘democracia iliberal’, pues lo que distingue a ésta de la democracia liberal “no es la falta de democracia, sino la falta de respeto por las instituciones independientes y los derechos individuales”.
En principio, la propia fórmula no es contradictoria, pues democracia y liberalismo responden a dos cuestiones distintas: cómo se distribuye el poder y cómo se limita. La democracia dice que el poder último corresponde al conjunto de los ciudadanos constituidos en un cuerpo político, de modo que cada uno de sus miembros tiene igual derecho a participar en su ejercicio; de ahí la centralidad del sufragio universal y el derecho al voto. El liberalismo, en cualquiera de sus versiones, es una doctrina del gobierno limitado, según la cual si queremos asegurar la convivencia en libertad hay que poner coto a la arbitrariedad de los gobernantes y controlar el poder, incluso el poder democrático que ejercen los ciudadanos como cuerpo político. Las técnicas para ello son variadas, desde la separación de poderes a la protección constitucional de las libertades, pero todo pasa porque el ejercicio del poder esté sujeto siempre al imperio de la ley.
El populismo lleva a que las instituciones liberales, como el Estado de derecho o las garantías de los derechos individuales, se subordinen a la voluntad de la mayoría
Históricamente además ha habido regímenes liberales con sufragio limitado y la extensión del derecho de voto a las mujeres ha sido relativamente tardía, por lo que no eran propiamente democráticos. Pero, a la luz de la experiencia histórica, cabe decir que lo que pudo parecer un matrimonio de conveniencia ha probado ser una alianza extraordinariamente robusta y estable; de hecho, cuesta encontrar ejemplos de regímenes liberales que no sean hoy democráticos.
¿Y democracias iliberales? Se cuenta que, en vísperas de las primeras elecciones en Bosnia tras los acuerdos de paz, Richard Holbrooke se preguntaba qué pasaría si en unas elecciones libres y limpias salieran elegidos racistas o separatistas partidarios de la limpieza étnica y contrarios a la paz. Es un caso extremo, pero ilustrativo de nuestro problema. ¿Alguien cree que podríamos seguir hablando mucho tiempo de democracia allí donde los gobernantes abusan del poder sin respeto a la ley, cercenan los derechos civiles y políticos de parte de la población y socavan las bases mismas del pluralismo político?
El problema está en tomar las elecciones como compendio de la democracia, separándolas del complejo entramado institucional y la cultura pública que hacen posible una democracia constitucional. Obviamente es mucho más fácil organizar unas elecciones que construir las instituciones que requiere el constitucionalismo liberal. Pero aquellas no pueden funcionar sin estas; si no, cómo determinar que las elecciones han sido libres y limpias sin marco legal, control judicial, medios de comunicación independientes y protección de las libertades individuales, a falta de las cuales el pluralismo no sería posible. El error de fondo es contemplar el constitucionalismo liberal como un conjunto de restricciones externas al ejercicio de la democracia, sin pensar que el Estado de derecho y los derechos fundamentales son también condiciones imprescindibles para el buen funcionamiento del proceso democrático.
En resumen, hay buenas razones para dudar del diagnóstico de Mounk. La expresión ‘democracia iliberal’ concede demasiado y confunde más que aclara. Por ejemplo, permite a gobernantes autoritarios y líderes populistas presentarse como democráticos, aunque opuestos al liberalismo. Si tenemos una visión más rica de una sociedad democrática, la mera celebración de elecciones no es condición suficiente y deberíamos hablar mejor de déficits democráticos o democracias de baja calidad, o de autoritarismo y tiranía en los casos más graves, para calificar a aquellos regímenes donde los principios del constitucionalismo liberal no son adecuadamente respetados.
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