De momento, España sigue perteneciendo al selecto club de las 20 democracias “plenas” que elabora The Economist. De momento. La publicación británica, que evalúa cinco variables para elaborar el ranking, nos coloca en el decimonoveno lugar, con una puntuación de 8,08 sobre 10, pero a solo ocho décimas de descender de categoría y pasar a engrosar la larga lista de las denominadas democracias “incompletas”, entre las que, sorprendentemente, figuran países como Estados Unidos (puesto 25), Portugal (27), Francia (29) o Italia (33).
Subrayo el “de momento” porque ninguna de esas cinco variables a las que pasa revista periódicamente The Economist (proceso electoral y pluralismo, funcionamiento del gobierno, participación política, cultura política y derechos civiles), parece atravesar su mejor momento en nuestro país. La política en España es una de las ocupaciones peor valoradas por los ciudadanos, y el concepto “cultura política” sufre tal proceso de deterioro que hace tiempo que pasó a formar parte de los más celebrados oxímoron recopilados en la antología nacional del absurdo.
En la CNMC, CNMV o el CES es palpable el temor al desembarco de personajes seleccionados más por su lealtad partidaria que por su experiencia y méritos profesionales
Leyes electorales desfasadas que ya no representan la realidad social, pero que no se renuevan para así mantener la supremacía de los virreinatos partidistas; depreciación del Parlamento en favor del Ejecutivo (hasta este miércoles, cinco meses sin una sola sesión de control); lentitud eterna de la Justicia; modificación exprés y sin consenso de leyes básicas por razones de interés particular; alarmante y sistemático incumplimiento de la Ley de Transparencia y Buen Gobierno; desprecio indisimulable de la libertad de prensa, con castigos documentados a medios no afines; expansión del populismo, del localismo y los nacionalismos excluyentes; politización y desprofesionalización de la Administración; los derechos civiles de más de la mitad de los ciudadanos de Cataluña vapuleados… ¿Democracia plena?
Por si el catálogo de desperfectos no fuera suficiente, aún nos falta por asistir al capítulo definitivo: el asalto o reparto de las instituciones ajenas al organigrama gubernamental, empezando por el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) y siguiendo por las reguladoras, en las que la situación de provisionalidad de sus responsables fomenta el deterioro de su autonomía y credibilidad. En la Comisión Nacional de los Mercados y de la Competencia, la Comisión Nacional del Mercado de Valores o el Consejo Económico y Social, es palpable el temor al desembarco de personajes seleccionados más por su lealtad partidaria que por su experiencia y méritos profesionales.
El prorrateo de las instituciones reguladoras
El creciente desasosiego tiene justificación complementaria en las filtraciones que llegan a estas instituciones sobre lo que se cuece en Moncloa y Génova 13, y que, por un lado, señalan que la intención del Gobierno es cerrar un acuerdo con Unidas Podemos, para después negociar las vacantes con el resto de partidos; y por otro, apuntan a que Pablo Casado descarta negociar institución a institución y quiere un acuerdo único de renovación del conjunto. Es decir, no se fía de Pedro Sánchez y quiere tener una visión global del prorrateo antes de tomar decisiones. Distintos formatos para un mismo enjuague.
El entusiasmo de los sucesivos gobiernos (y oposiciones) por consolidar un verdadero sistema de contrapesos democráticos, ha sido siempre muy limitado. En los últimos años, a instituciones como la CNMC o la CNMV se las ha ninguneado, pretendido arrebatar competencias, reducido el presupuesto y limitado su capacidad de contratación del personal necesario para desarrollar correctamente su labor fiscalizadora. Un ejemplo: mientras la Autoridad de Competencia y Consumo de un país como Holanda, de 17 millones de habitantes, cuenta con 15.000 trabajadores, la plantilla del órgano análogo que preside (con el mandato caducado) José María Marín Quemada supera apenas los 500.
Está en juego una porción no desdeñable de legitimidad para defender, como hizo el Rey ante Torra, hace ahora justamente un año, la plenitud de la democracia española
Y lo que anuncia el actual contexto político, el de una España en abierta confrontación territorial e ideológica, cuyos líderes parecen incapaces de fijar un catálogo de medidas urgentes ajenas al interés partidista, no es precisamente la firma de un acuerdo que englobe a una amplia mayoría parlamentaria para fortificar la independencia de estos entes, sino justamente lo contrario: un arreglo en el que la meritocracia pasará a un segundo plano y cada cual ocupará, con lumbreras de fidelidad perruna, la cuota parte de poder que entienda le corresponde. ¿Democracia plena?
Justamente hace ahora un año, en la cena de inauguración del Mobile World Congress en Barcelona, Felipe VI le recordaba a Quim Torra que España era uno de los veinte países reconocidos internacionalmente como una “democracia plena” gracias, en buena parte, al “éxito político sin precedentes” de la Constitución. No está en juego el puesto en un ranking. Está en juego algo más serio. Entre otras cosas, una porción no desdeñable de legitimidad para defender, como hizo el Rey ante el felón y, lo que es más importante, ante la comunidad internacional, la plenitud de nuestra democracia.
España está a un paso de derivar hacia una democracia “incompleta”. Y si eso llegara a suceder, los más favorecidos no serán los países que hoy nos miran desde los escalones inferiores del escalafón, sino aquellos que en mayor medida, particularmente desde septiembre de 2017, han conspirado con el dinero de todos para lograr tal degradación. Los Junqueras, Puigdemont y Torra habrán ganado, y los demás habremos perdido. Y no habrá manera de evitarlo si no señalamos ya con el dedo, si no les hacemos ver el enorme coste de su irresponsabilidad, a los que lo van a permitir.
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