Entramos en la segunda semana de julio y el verano no termina de arrancar. En los telediarios se intuye una incómoda calma chicha. Hay ganas de que algún termómetro llegue a los 40º para mostrar los mapas del infierno en la tierra, con todo el territorio en rojo o negro, quemado o carbonizado. O sea, lo mismo que cuando hay 28º, pero con más exclamaciones. Que no se alteren. Aunque se haga de rogar tendremos otro de esos veranos extremos que no se han visto nunca, como de costumbre.
El verano y sus cronistas son previsibles, pero desde el Cantábrico nos llega un soplo de aire fresco. Imanol Pradales, recién estrenado presidente de todos los vascos, tiene escrúpulos éticos. Resulta que no todos los partidos políticos son aceptables. La portavoz del nuevo Ejecutivo, María Ubarretxena, explicó hace unos días los criterios de demarcación. Enseguida calmó los nervios. La izquierda abertzale sigue siendo amiga, y las puertas del club siguen abiertas. En la exquisita sociedad vasca de PNV y PSE hay pluralismo y se puede hablar con casi todos, pero no con todos. Para poder sentarse en la mesa de Kamelot es necesario respetar las reglas de juego, los valores democráticos y los derechos humanos. En abstracto, lógicamente. Sin entrar en detalles concretos ni ejemplos, que complicaría mucho la tarea. De lo que se trata es de llegar a la conclusión de partida: el único partido “que no comparte este marco ético y democrático”, la gran anomalía, es Vox. Igual que lo fue Ciudadanos y que durante mucho tiempo lo fue el PP. El mapa en rojo y negro con temperaturas de 20º.
La violencia en el País vasco es una institución social. Está aceptada y normalizada. Es democrática, se podría decir, porque quienes la denuncian están al otro lado de lo aceptable
Más allá de los lamentos inútiles, haríamos bien en recordar cuál es hoy en España la frontera entre lo democrático y lo antidemocrático. Es democrático, por ejemplo, y compatible con los valores comunes y los derechos humanos, tratar de expulsar del espacio público a partidos que cuestionan el autogobierno vasco. Por lo legal, mediante iniciativas en el Parlamento vasco, y también por la violencia. La violencia en el País vasco es una institución social. Está aceptada y normalizada. Es democrática, se podría decir, porque quienes la denuncian están al otro lado de lo aceptable. La mayoría de la gente aplaude, justifica, relativiza o ignora los episodios concretos y constantes de violencia política. Violencia política clara y material, concreta y contundente. Pedradas, botellazos, insultos, persecuciones en la universidad, manotazos en los bares, tobillos rotos, contenedores quemados. La mayoría de la gente justifica o evita condenar todas estas cosas porque se dirigen hacia una opción política que se empeña en constatar que existe, contra las más elementales reglas de la concordia y la convivencia. La violencia real es una herramienta legítima para combatir la inaceptable violencia simbólica que se encierra tras el concepto ‘España’.
Lo democrático es eso. En el País vasco y también en el resto de España. Eso y muchas otras cosas. Los votos, los pactos, los manifiestos, los editoriales, las tertulias y los mítines han ido preparando el terreno para un gran cambio que se ha producido mediante transformaciones pequeñas, radicales y constantes. La construcción mediática de una violencia siempre agazapada y unida por naturaleza a cualquier opción política que no entre en el marco democrático de PSOE, PNV, ERC o Bildu ha conseguido que la violencia física vuelva a ser aceptable. La construcción mediática de una instrumentalización judicial permanente -¡lawfare!- y unida necesariamente a esa misma opción política extramuros ha conseguido que la politización de la justicia sea algo necesario. Tenemos ya una justicia sostenible, kilómetro cero, de proximidad, en manos del PSOE, que concede amnistías e indultos e incluso anula sentencias por puro interés político. Peor aún: por pura voluntad política. El interés es medio y transitorio, la voluntad es fin en sí misma y permanente.
Hemos llegado. Profundizaremos aún más en ese modelo, pero ya estamos ahí; y estamos ahí porque es lo democrático, y lo democrático es el criterio definitivo. Rufián, hasta hace no mucho friki del Congreso, es hoy portavoz perfecto junto a Félix Bolaños, Óscar Puente y Ion Antolín de esta gran transformación. Lo ha explicado sin eufemismos: "En democracia, si es una democracia plena, todos los poderes deben estar sujetos a la soberanía popular". Todo en el Congreso, nada contra el Progreso, nada fuera del Gobierno.
Lamentos fingidos y exigencias caducadas
Hace unos días veíamos al ministro de Justicia comentando abiertamente una investigación judicial que afecta a la mujer del presidente del Gobierno. Interfiriendo, podríamos decir; y diríamos mal. Félix Bolaños no es sólo ministro de Justicia. Es ministro de Presidencia, Justicia y Relaciones con las Cortes. No hay interferencia porque no hay separación.
Analizamos la actualidad española con conceptos y marcos propios de otro modelo político. Poco más que lamentos fingidos y exigencias caducadas. No hay ninguna conexión entre la palabra y el hecho, sobre todo si la palabra pretende influir y no sólo describir. Hace unos días se celebró un comentario de Elisa Beni, y esto es algo que ya debería levantar alguna sospecha. El comentario decía lo de siempre. Algo así: “Es intolerable que un ministro en un Estado de Derecho, bla bla bla, tiene que dimitir”. Aire. Aspaviento controlado. Exigencias absolutamente inocuas. Por eso proliferan. Porque quienes las lanzan saben que son inocuas. Parte del paisaje. Conversación de ascensor. A ver si nos vemos. Es intolerable.
No, no lo es. Ya no. Porque el verano no arranca, pero la democracia progresa.
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