Opinión

Democracias magulladas y renqueantes

En España, y eso es un bien inmenso, el mendigo y el rey disfrutan de la misma calidad sanitaria que Joe Biden

El tercer presidente de los Estados Unidos, Thomas Jefferson, recibió la tarea de redactar la declaración de independencia. Corría el año 1776 y faltaban trece para la Revolución francesa. La introducción de aquel texto fundacional impresiona por su respeto. Recojo un fragmento: “Sostenemos como evidentes en sí mismas estas verdades: que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre estos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad.”

La propuesta sobreexcita, enternece. Lo que había sido prepotencia de los poderosos quedaba de un plumazo abolido a favor del respeto y el entendimiento. Cimientos de una nación. Turbación contenida. Nueva convivencia. Igualdad sin límites.

Jefferson fue uno de los hombres más ricos de Virginia. Tuvo unos seiscientos esclavos. Los vendía para pagar su vida de lujos. Justificaba la esclavitud porque los negros no eran humanos del todo y necesitaban ayuda de los blancos para dirigir sus propias vidas. El presidente Jefferson permitió y ordenó la violencia contra ellos, y consideró, en defensa de un país sin negros, que ambas razas no pueden vivir bajo un mismo gobierno. Jefferson tenía como amante una esclava negra, Sally Hemings, que le dio seis hijos. Cuatro de ellos vivieron. El presidente los liberó.

La mayor parte de los países del mundo no son democracias, pero dicen serlo. Solo seis confiesan que no lo son: Arabia Saudita, Brunéi, Fiyi, Emiratos Árabes Unidos y Omán.

Esa doble moral, que hoy nadie entendería, se aplica con absoluta impunidad y con el uso de una palabra, democracia, que llena la boca de los políticos para defender un asunto y el contrario. Se tiñe tantos significados que a cualquier político le sirve para proteger su ideología y para justificar sus desmanes. La mayor parte de los países del mundo no son democracias, pero dicen serlo. Solo seis confiesan que no lo son: Arabia Saudita, Brunéi, Fiyi, Emiratos Árabes Unidos y Omán.

Otras palabras comodín henchidas de significados positivos como progreso, ultraderecha, libertad, igualdad, reparto social, ciudadanía… llenan las bocas de los políticos. Voces tan manidas, tan ralladas, tan manoseadas que han perdido su significado original al servicio de los más estrafalarios discursos: halagos infundados en nombre de la libertad, promesas imposibles en nombre del progreso, verdades falsas en nombre del poder de la prensa, mentiras evidentes en nombre del poder despótico… Son instrumentos de una ambición política al servicio de un pequeño dictador provisional que desde el poder desea pasar a la historia a pesar de su ego desmedido, omnipotencia y prepotencia, inquietud por la imagen, soberbia y arrogancia, y, lo peor, pérdida de contacto con la realidad.

El lenguaje político controla el pensamiento a modo de una prisión que transforma conciencias subjetivas en conciencias adoctrinadas. Los poderes estatales manejan los términos y los ajustan a sus intereses como forma más eficaz de dominio. Impiden así el desarrollo de inclinaciones adversas.

Según el Índice de democracia de la Economist Intelligence Unit (2021), en el grupo de las grandes aparecen siete: Noruega, Nueva Zelanda, Finlandia, Suecia, Islandia, Dinamarca e Irlanda, en ese orden. En el siguiente, las democracias plenas, figuran 14 países, entre ellos Suiza, Canadá, Alemania, Reino Unido y Costa Rica. En el tercer grupo, el de flawed democracies o democracias deficientes, aparece Estados Unidos y España, casi con la misma puntuación.

Haría falta más transparencia, pero no se la van a aplicar a sí mismos. Más control del gasto, pero no van a limitar su vida de pompa. Más colectivismo, pero prefieren el personalismo

El abuso de poder de nuestros líderes es una evidencia. No hace falta enumerarlos para estar de acuerdo en la necesidad de una reforma de las leyes para limitar el poder de los cargos, pero no lo harán. Haría falta más transparencia, pero no se la van a aplicar a sí mismos. Más control del gasto, pero no van a limitar su vida de pompa. Más colectivismo, pero prefieren el personalismo, tan eclipsado ya en los países avanzados. Es urgente modificar las leyes para que la corrupción sea inviable, pero nadie lo sugiere porque consideran que ellos son honrados, y los otros corruptos.

Los gobiernos deberían gestionar con criterios sólidos y de igualdad, casi con automatismos como los programados en una plataforma informática que no autorice lo que va en contra del bien común. Y bueno sería no autorizar, por ejemplo, que los sueldos de los funcionarios públicos, desde el presidente hasta la limpiadora, crecieran en las desproporciones actuales. ¿Acaso una persona es diez veces más que otra?

En España, y eso es un bien inmenso, el mendigo y el rey disfrutan de la misma calidad sanitaria que Joe Biden, cuadragésimo sexto presidente de los EEUU. Vivimos en un entorno más civilizado y tolerante, más cívico y empático, nuestra alimentación es más sana y nuestro ocio de mayor calidad, pero Estados Unidos nos supera en apoyo a los emprendedores y en cohesión nacional, en multiculturalidad, en oportunidades laborales, en posibilidades de los jóvenes para labrarse una vida independiente y en mentalidad de éxito a través del esfuerzo, entre otras cosas.

En el lado positivo, nuestra capacidad de autocrítica. Como no nos creemos el mejor país del mundo, hemos conseguido mejorar la calidad de vida. Claro que siempre corremos el riesgo de que un líder con ego desmedido y narcisista, impulsivo y omnipotente, soberbio y arrogante, pierda el contacto con la realidad y nos lleve al abismo. Que los poderes públicos no faciliten la igualdad entre los españoles y les proporcione a todos ellos un trabajo digno y los excluya a un segundo nivel social es un abuso tan grande, sirva de ejemplo, como el de Jefferson con sus esclavos negros.

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