Hay cuestiones filosóficas que suelen parecer irrelevantes a los no iniciados (o no interesados). Si les expongo una de ellas quizá dejen de leer, aunque les prometa que su importancia, aplicada a la práctica, es toda. Por ejemplo, la definición de conceptos, clave en teoría del conocimiento, ontología y metafísica. Definir algo implica delimitarlo, poner fronteras claras. El blanco no puede ser negro, y viceversa. Una demostración clara de su relevancia aplicada a cuestiones políticas sería la cuestión trans. Para no caer en sexismos (que es lo que acaba haciendo el feminismo queer), distinguimos entre hombre y mujer recurriendo a lo biológico, que es lo único que siempre es común a cada sexo: los hombres son XY y las mujeres somos XX. Si, como algunos pretenden, una mujer es la que se siente mujer y hace cosas supuestamente femeninas (maquillarse, usar determinados cortes de pelo y forma de vestir) no sólo caemos en estereotipos sexistas, sino que dejamos fuera a quienes, no encajando en esa definición, sí son mujeres en términos biológicos. Hasta aquí la explicación es sencilla, tanto la relevancia de la cuestión filosófica como su aplicación práctica.
Ahora bien, en otros aspectos la materia no es tan dicotómica, porque la realidad no lo es. Ahí se demuestra la altura intelectual del filósofo que encara la cuestión, especialmente en lo que se refiere a su traslación a problemas reales. Empecemos por un ejemplo sencillo: la diferencia entre estar calvo y no estarlo. A casi nadie se le cae el pelo de golpe. De hecho, pocas personas pierden todo el cabello a no ser que medie una enfermedad o tratamiento médico. ¿Cuándo, entonces, consideramos que alguien ya está calvo, en un sentido coloquial del término? ¿Cuando tiene entradas prominentes, tanto que acaban consistiendo tan sólo en una salida? ¿Cómo de ancha -o estrecha- debe ser ésta para decidir si es una salida generosa y no unas entradas elegantes? Luego está la cuestión de la edad. Consideramos sexy una salida ancha y plateada si se luce a los sesenta y, sin embargo, resulta toda una fatalidad en la treintena. Aquí entra en juego la doctrina de Heráclito -nada es, todo fluye- que fue adecuadamente rescatada por Aristóteles y su doctrina sobre las diferentes formas del ser.
¿Nos cuesta tanto entender -porque lo ha demostrado en numerables ocasiones- que para él no hay obstáculo sobre la tierra -menos aún la ley- que le impida salirse con la suya?
¿Y qué tendrá que ver la derecha con los calvos, Heráclito y Aristóteles? Todo. Llevamos días escandalizados con los últimos movimientos del Gobierno, y me pregunto por qué. Si hay algo de bueno en nuestro presidente es que resulta absolutamente previsible, como lo son las primeras pérdidas de cabello. ¿Qué más tiene que hacer para que entendamos de una vez que lo único que le preocupa a Pedro Sánchez es Pedro Sánchez? ¿Cuántas mentiras y asaltos a la ley, cuantos pelos tienen que caer para asumir la realidad? ¿Nos cuesta tanto entender -porque lo ha demostrado en numerables ocasiones- que para él no hay obstáculo sobre la tierra -menos aún la ley- que le impida salirse con la suya? La mayoría de los políticos de derechas -y sus votantes- parecen ese treintañero que se observa cada mañana en el espejo y se dice “son sólo unos pelillos, mi melena sigue intacta”, mientras ignora las nobles calvas de su padre y abuelos. Deposita sus esperanzas en Turquía, llegado el momento se dará un garbeo por allá, problema resuelto. Largo me lo fiais. Por lo visto, tampoco le inquieta Nadal, su infortunio le es ajeno. El siguiente movimiento será dejar de mirarse en el espejo, ojos que no ven, corazón que no sufre. Hasta que un día descubra en un selfie ajeno en el que aparezca él de espaldas que su cabeza empieza a parecerse más a la de un monje benedictino que a la melenaza de la que presumía con veinte años. ¿Qué hará entonces? Nada. Lamentarse. La derecha y los calvos suelen ser así.
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