Opinión

Derecho a no emigrar

¿Qué pasa con quienes vienen con lo puesto, ilegalmente, víctimas de mafias en origen, abocados a la miseria y al gueto?

Existen cosas que no soporto con serenidad. Los incendios forestales son una de ellas, desde niña me torturaba el pánico a que una tragedia de esta magnitud pudiera ocurrir en mi pueblo, algo que finalmente ha sucedido. El incendio de Bejís ha sido de los más voraces que hemos padecido en España en mucho tiempo. Si me está leyendo alguno de sus habitantes quizá se diga para sí que yo no soy de ahí, y algo de razón lleva. Quienes sí nacieron en Bejís fueron mis bisabuelos, que emigraron a edad muy temprana a Valencia. Desde entonces, tres generaciones de mi familia hemos nacido y residido en la capital del Turia y disfrutado muchos fines de semana y vacaciones en Bejís. El nombre oficial que se nos da es el de “veraneantes”.

Los seres humanos tendemos a lo tribal, a creer que nuestro grupo de referencia es superior al resto. Es más que probable que alguno de los bejiseros de toda la vida no mire con buenos ojos a los veraneantes. Entre otras cosas porque sospechará, con razón, que alguno de estos últimos se mueve por el pueblo con ínfulas de urbanita que observa condescendientemente a los lugareños. Lo más irónico de esta actitud es que, puestos a menospreciar por estratos sociales, los que procedemos de Valencia deberíamos recordar que fuimos en su momento unos muertos de hambre. En algún caso en un sentido estrictamente literal, como el de mi bisabuela, a quien pusieron a servir en una casa con ocho años a cambio de techo y comida, algo que sus padres no podían darle. Quienes no se marcharon nunca del pueblo fue porque no sufrieron ese tipo de necesidad. Sus raíces han permanecido clavadas a la tierra, algo que tendemos a infravalorar para según qué casos.

Lo que me parece llamativo es esa exaltación del abandono de lo propio, sin reparar en la cara B del fenómeno. Que haberla “hayla”, como las meigas

A la gente de mi generación en adelante se nos sedujo con cánticos de cosmopaletismo, ensoñaciones internacionales justificadas por las más nobles causas: haber estudiado una carrera prestigiosa que sólo puede desarrollarse en una gran urbe, o descubrir lugares y gentes exóticas. No me malinterpreten, no resto importancia ni valor a este tipo de experiencias, entre otras cosas porque varios de mis amigos, familiares y yo misma hemos recorrido estas singladuras vitales. Lo que me parece llamativo es esa exaltación del abandono de lo propio, sin reparar en la cara B del fenómeno. Que haberla “hayla”, como las meigas. Como casi todo en esta vida.

Los que somos inmigrantes de origen occidental, los que nos hemos movido entre América y Europa, al menos disfrutamos de cierta estabilidad económica, lo que compensa la lejanía de nuestras familias, amigos y los paisajes que nos vieron crecer. Ahora bien, ¿qué pasa con quienes vienen con lo puesto, ilegalmente, víctimas de mafias en origen, abocados a la miseria y al gueto? ¿Se nos ocurre aquí plantearnos una especie de derecho a no emigrar, a no tener que abandonar las raíces a pesar de que estén podridas? ¿O pecamos de etnocentrismo y de sentimiento de culpabilidad?

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