El director de un antiguo periódico decía que los jefes debían retirarse de las fiestas tras la primera copa, pues, salvo que sean tiranos, inseguros o se acaben de caer del guindo, a partir de entonces toca que sus empleados les pongan 'a escurrir'. Se publicó en España un libro hace un par de años que relataba las andanzas y desventuras de David Jiménez como director de El Mundo. La obra abundaba más en cotilleos de oficina que en los verdaderos dramas del sector mediático español -aunque se vendiera lo contrario- y retrataba la candidez de su autor, fuera o no forzada. El caso es que hay un fragmento en el que Jiménez habla de una borrachera agostina en un club de la calle de Bailén. “Cada viaje a la barra, me hacía olvidar un poco más que era el jefe (…). Al día siguiente, todo eran rumores sobre mi salida nocturna”. En el párrafo siguiente, afirma: “No volví a salir con la redacción (…), había cosas que el director no debía conocer de sus periodistas”. Desde luego, este hombre es uno de los que se caen del guindo.
Hay ocasiones en las que un jefe no debe estar. En el resto, debe figurar, asumir las culpas y abandonar el barco cuando lo haya hecho el último pasajero. Y, a poder ser, no dejarse llevar por chismorreos y minucias. Y menos inmortalizarlos. Se optó en esta crisis del coronavirus por que el Gobierno ejerciera el mando único y la impresión que existido desde entonces es la que, tanto en Moncloa como en el Ministerio de Sanidad, se ha maniobrado para intentar derivar las responsabilidades de la gestión de la pandemia a quienes no tenían mando en plaza.
Los primeros afectados han sido los ciudadanos, quienes han pasado siete semanas en una desconcertante duermevela y quienes, en muchos casos, asistirán al desmoronamiento de su economía y de sus proyectos por culpa de un organismo microscópico, como quien observa el derrumbe de casa devorada por la carcoma. En paralelo, han recibido mensajes constantes sobre la indisciplina, que no venían de boca del presidente del Gobierno, sino de sus majorettes mediáticas y de esos tres uniformados que cada día comparecían en rueda de prensa para dar parte de multas y detenciones. Para ofrecer a la prensa anécdotas que se convertían en noticia y, por tanto, se sobrevaloraban.
Como la sensación que interesaba transmitir era que “todos somos responsables de todos, por todo y ante todos”, dado que el virus estaba descontrolado y el número de muertos incrementaba a diario, hubo quien, lejos de apreciar el intento gubernamental de 'echar balones fuera', asumió el papel de policía de balcón, pues ya se sabe que hasta al mendigo más miserable de Roma le gustaba decir aquello de civis romanus sum. Antes denunciar al vecino que disentir del plan que apoya la mayoría.
Las dudas razonables
Confinados y resignados, los ciudadanos han asistido durante este tiempo a la ejecución de una estrategia que ha restringido varios de sus derechos y que ha incluido errores de bulto y patinazos difíciles de deglutir. No sólo a la hora de adquirir material sanitario a empresas de dudosa reputación, sino en acciones directas de gestión de la crisis a pie de calle, como la relativa a la protección del personal médico, que ha sido penosa y ha favorecido los contagios en los lugares menos indicados, como son los hospitales. O, no olvidemos, esa enorme negligencia que supuso negar la utilidad de las mascarillas durante varias semanas, cuando son la principal medida profiláctica para que los asintomáticos no contagien a las personas de su alrededor.
La actitud que han mantenido el Gobierno y sus palmeros ante cualquiera de estas situaciones es la de echar la culpa a alguien. A las recomendaciones de la Organización Mundial de la Salud, a la falta de lealtad de la oposición, a los presidentes autonómicos, a la localización del país ("Portugal está más al oeste" y lo verde empieza en los Pirineos) o al mercado internacional, que estaba saturado. En países no tan lejanos se realizan a diario pruebas rápidas a discreción para tratar de acorralar al virus. Aquí, el test serológico diseñado por Sanidad se puso en marcha con varios días de retraso y de los resultados nada se sabe.
Como la sensación que interesaba transmitir era que “todos somos responsables de todos, por todo y ante todos”, dado que el virus estaba descontrolado y el número de muertos incrementaba a diario, hubo quien asumió el papel de policía de balcón.
Este martes, ante las dudas de algunos partidos de secundar la prórroga del estado de alarma, algún programa de actualidad mañanero cambiaba el tono amable que había empleado durante los últimos días por otro más dramático. Dijo el Gobierno que “o su plan o el caos” y ha habido algún periodista de postín que se ha empeñado en ilustrar a sus espectadores sobre las fatales consecuencias que tendría el explorar otras alternativas al confinamiento y el decretazo.
Hace 10 días, la actitud también cambió de golpe. Primero, se cambió el modo de contar el número de contagiados para vender que el dato era menor que el de las altas hospitalarias y así poder justificar el inicio del plan de 'desescalada'. Se retiró entonces de las ruedas de prensa a los policías y la prensa afín comenzó a hablar de la necesidad de volver a poner todo en marcha. Ya no había la necesidad de redundar en multas y faltas de disciplina.
La actitud de este martes era la contraria, pues es lo que le conviene transmitir al Gobierno. Desconozco cuál será la mejor forma de gestionar esta segunda fase de la crisis sanitaria, pero, desde luego, de lo que no cabe duda es de que el Ejecutivo ya ha preparado el terreno para, de nuevo, desviar responsabilidades en caso de que todo salga mal. A usted también.
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