“Los líderes del Gobierno”. Iván Redondo dixit. Una vela a Dios y otra al diablo. Sánchez e Iglesias. Iglesias y Sánchez. Que cada cual adjudique el papel que le parezca a uno y otro. Mera cuestión de gustos. “Los líderes del Gobierno”. Esa es la expresión que utiliza el director del Gabinete de la Presidencia. El gobierno bifronte, siempre negado pero asumido en la intimidad de sus aposentos oficiales por el que para muchos es el primer ministro de facto, la persona que más poder acapara en España después del presidente. Sombra de Pedro Sánchez y comanditario del jefe de Unidas Podemos.
La relación entre uno y otro es constante y fluida. Hay sintonía. Ambos han cooperado estrechamente en la estrategia de respuesta a las críticas que cuestionan la diligencia y el acierto del Gobierno en la lucha contra el coronavirus. Dos auténticos magos a la hora de combatir las hordas fascistas en televisiones y redes sociales. El 90 por ciento del país concentrado en las pantallas y en el “feisbuc”, que diría Algorri. Sueño de cualquier asesor político: público cautivo a la hora del telediario; y más allá. Millones de potenciales votantes con el instinto criminal disparado tras el largo encierro y deseosos de identificar al culpable que ellos te servirán en bandeja de plata.
No es tolerable que el ofrecimiento de un pacto de Estado para afrontar la crisis que nos aguarda solo sea una táctica partidaria vacía de cualquier contenido
Redondo&Iglesias se sienten muy cómodos en el territorio abonado de la excepcionalidad. Es ahí donde el ejercicio de aplicación de las modernas teorías sobre cómo manejar a la masa resulta más excitante. Miles, centenares de miles de ciudadanos marcando el paso de acuerdo con el discurso militarizado que idearon estos dos genios de la mercadotecnia política. Millones de españoles asumiendo el papel del soldadito aplicado para el que la mayor de las honras es la ciega obediencia. Cualquier otra cosa es traición. Ejércitos de sanitarios asumiendo ese papel de héroes que les han asignado, dispuestos a sacrificarlo todo, y no se hagan demasiadas preguntas. Tampoco la más evidente: por qué tienen que suplir la falta de medios con heroicidad -en este caso sí es adecuado el uso del término-.
Conscientes de la que se venía encima, y en consonancia con su gran talento para la previsión, la factoría Redondo&Iglesias se apresuró a identificar culpables, incluso antes de que nadie les hubiera echado a ellos la culpa. Así que movilizaron a los correveidiles activos y durmientes y subarrendaron voluntades mediáticas para que trasmitieran por tierra, mar y aire la consigna de que lo que en estas circunstancias tenía que hacer la oposición era no dar la lata hasta que la nave haya superado la tempestad. O sea, sin mediar conversación previa, acuerdo de mínimos, ni siquiera llamada telefónica, aceptar que la democracia quedara temporalmente suspendida, aparcando sine die la aplicación de nuestro ordenamiento político-constitucional, como señalaba recientemente en Público César Calderón. Paralelamente, había que contrarrestar las críticas, y ahí entraba en juego Vox. Todo cabe bajo la lona del puesto de mando del general Abascal. Cualquiera que ose poner en cuestión las decisiones del Gobierno corre el riesgo de ser identificado por los trolls del aparato paralelo de propaganda como un facha sin solución. Brillante.
"No era esto, no era esto"
El último invento de Redondo&Iglesias S.A., da igual a cuál de los dos se le ocurrió, es la reedición de los Pactos de La Moncloa, movimiento destinado a desviar el foco del drama sanitario y socializar el brutal impacto económico de la crisis. De nuevo marketing en lugar de política. Si de verdad existiera voluntad de pacto, Pedro Sánchez ya se habría reunido media docena de veces con Casado y Arrimadas, y estaría preparando el Good by Lenin de Iglesias. Porque no hay pacto de Estado posible con Podemos en el Gobierno, como cualquier observador es capaz de deducir sin gran dificultad y acaba de quedar una vez más demostrado gracias a esa estridente, por extemporánea, reivindicación de la república, algo que no sería más que una pueril estupidez si no respondiera a la contumaz estrategia de aprovechar cualquier circunstancia social adversa para deteriorar la imagen de la Monarquía.
“No era esto, no era esto”, exclaman ahora algunos miembros del Gobierno y del PSOE. Pero, ¿qué esperaban? Si nada dijeron cuando Sánchez, sin consultar al partido, ni a ningún miembro destacado del Ejecutivo hasta como quien dice diez minutos antes, cambió sorpresivamente de idea y, trastocando su intención de gobernar en solitario mediante acuerdos puntuales con el PP, anunció el pacto de gobierno cocinado por Redondo e Iglesias; si nada hicieron para evitar la anomalía de un director de gabinete con más poder que ningún miembro del Gobierno; si nada han hecho hasta ahora para poner coto al descaro con el que desde Podemos se filtran documentos desde la misma sede del Consejo de Ministros para así vender que el grueso de las ayudas sociales se debe a los denodados esfuerzos de la brigada gubernamental de Pablo Iglesias.
Falta por ver es si en el Consejo de Ministros queda alguien que valore su compromiso de lealtad para con el pueblo español por encima de ambiciones particulares
Campo libre. Con un José Luis Ábalos con la capacidad de influencia diezmada a causa del Delcygate, y la vicepresidenta Carmen Calvo fuera de juego, pasándolas canutas a cuenta del maldito virus, la sociedad Redondo&Iglesias ha campado estas semanas a sus anchas, sin apenas contrapesos. Calvo fue la primera en plantar cara a Iglesias. Ocurrió durante el interminable Consejo de Ministros del 14 de marzo, cuando el líder de Podemos soltó aquello de “este decreto no sirve para nada” y anunció, con esa modestia que le caracteriza, que se lo iba a pasar a su director de Estrategia, Juanma del Olmo, para que le diera un repaso. Lo que sucedió después, salvaguardando el secreto de las deliberaciones del Consejo de Ministros, es perfectamente imaginable: empezó Calvo y detrás siguieron Calviño, Montero, Escrivá y unos cuantos más. La bronca fue monumental. Pero Iglesias volvió a ganar, porque lo que precisamente buscaba era alargar la disputa para que, tras siete horas de reunión, quedara sedimentada la apariencia de que sin el líder de Podemos sentado en aquella mesa el decreto-ley nunca habría sido lo suficientemente ambicioso.
Algo se rompió en aquel Consejo de Ministros. Como también se tensaron ciertas costuras cuando Fernando Garea anunció en El Confidencial que Sánchez iba a encargar a Redondo la dirección del grupo de desconfinamiento progresivo, información que levantó casi tantas ampollas como vicepresidentes hay en el Gobierno y que, finalmente, los hechos han acabado desmintiendo. Y no por incierta, sino porque alguien llegó a la conclusión de que ya no era aceptable tanto ninguneo; de que ya está bien de que para hacerle llegar un papel al presidente haya que pasar por el filtro inexorable de Redondo; de que no es tolerable que el ofrecimiento de un imprescindible pacto de Estado para afrontar la crisis que nos aguarda solo sea una táctica partidaria vacía de cualquier contenido.
Ambiciones personalistas
Hay malestar en el Gobierno. No en todo el Gobierno, cierto. Y hay malestar en lo que queda de espíritu autocrítico en el Partido Socialista, que no es que sea mucho, pero algo queda. Lo que falta por ver es si esos ministros valoran como se debe su compromiso de lealtad para con el pueblo español por encima de ambiciones personalistas; falta por comprobar si los cuadros del PSOE que ven cómo el futuro de su partido ha quedado en manos de personajes completamente ajenos al mismo, y con intereses opuestos a lo que en su día representó la socialdemocracia, van a reaccionar en algún momento o seguirán siendo cómplices silentes de sujetos cuyos planes nos empujan inexorablemente hacia un desastre colectivo.
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