La crisis del sistema de partidos, la soledad de un PP envejecido y carcomido por la corrupción, la ambigüedad de un PSOE semileal, la altanería de un populismo socialista tan infantil como dañino, la inutilidad del regeneracionismo de Ciudadanos, la irracionalidad de los oligarcas locales erigidos en “soberanistas”, el ruido y la furia de los medios de comunicación, el pueblo convertido en masa de atrezo, y ese murmullo pesimista de la tragedia que se masca. Ante ese conjunto, al fondo, reaparece el “problema de España”, esa tara que nos convierte en objeto de curiosidad para el ojo extranjero.
Algunos se aferran al mito del constitucionalismo, a esa pretensión vana de que un texto servirá para sanarnos
Algunos se aferran al mito del constitucionalismo, a esa pretensión vana de que un texto servirá para sanarnos. La solución es una Constitución adaptada a los nuevos tiempos, dicen, o que contemple el encaje de la realidad plurinacional. Pero esos “tiempos” nunca son una foto fija posible de describir en unos renglones que marquen la verdad de nuestro ser, moral y propósitos.
O como si ese puzle de nacioncitas creadas por los oligarcas locales coincidiera con alguna ley de progreso histórico, de asentamiento de libertades individuales frente a un Estado que cada vez controla más nuestra vida pública y privada.
Incluso hay quien tira de teoría contractualista: España es una nación cuyo proyecto está en continua firma, a lo Ernest Renan, y ahora, justo ahora, precisa de un nuevo contrato. Sin embargo, sería un pacto con las reglas marcadas: más estatismo y más federalismo; porque ya somos una federación, pero con la forma de un Estado autonómico cuyo “éxito” es obscenamente palpable.
Es curioso, o quizá no, que de la crisis de 1898 surgiera el supremacismo catalanista
Es curioso, o quizá no, que de la crisis de 1898 surgiera el supremacismo catalanista. Enric Prat de la Riba convirtió un movimiento cultural en una organización política que debía catalanizar a las masas de su región, destruir el Estado “castellanizado”, negar la existencia de la nación española, y regenerar el país sobre la base de la mayor descentralización que fuera posible, liderado, eso sí, por el “pueblo catalán” –léase, nacionalista-, que había demostrado su superioridad en todos los ámbitos.
Prat lo consiguió todo: doblegó a los gobiernos nacionales, logró la Mancomunidad en 1914 que ya a los dos años se le quedaba pequeña, y su partido, la Lliga, dio un golpe en julio de 1917 convocando una Asamblea de parlamentarios que forzara al gobierno a una reforma constitucional. Todos, menos los partidos del turno, se unieron a aquel acto de traición. Era el apogeo del “problema de España”.
Mientras, el pueblo, ese en cuyo nombre hablaban todos y del que todos vivían, pero al que nadie consultaba, estaba inerte. Ya había pasado por sus años de fervor patriótico, de banderas e himnos, de héroes políticos y militares, de manifestaciones y comparsas, con su prensa enfervorizada y ensayistas huecos. Luego se sintió abandonado por la clase política convertida en oligarquía, esa minoría degradante de la que hablaba Joaquín Costa y tantos otros, y volvió los ojos a su propia vida o a soluciones que poco o nada tenían que ver con la libertad y mucho con la ingeniería social.
El eje político ya no es el que se marcó tras 1945, esa izquierda y derecha que tanto gusta a los big data, sino el estatismo y las nuevas identidades colectivas
Oigo hablar de que estamos en tiempos prerrevolucionarios, no solo en España, sino en Occidente. Lo cierto es que ha cambiado el paradigma por agotamiento del anterior. El eje político ya no es el que se marcó tras 1945, esa izquierda y derecha que tanto gusta a los big data, sino el estatismo y las nuevas identidades colectivas, como la de género, la religiosa o las nacionales.
La lógica del sistema vigente, basada en la legitimidad del cambio a través de los procedimientos legales y formales, está muriendo. Aparece ahora un nuevo tiempo en que la democracia es responder a la necesidad sentimental, irrefrenable, e incontestable desde la razón, de los que fundan su identidad personal en la colectiva y quieren cumplirla a través del Estado, de un Estado, o de más Estado. Es el tiempo de los que entienden la política como la defensa de la legitimidad de los impulsos emocionales, de las supuestas voluntades populares bien canalizadas y regadas por los oligarcas.
No se trataba de cómo ser o no español, sino el de ser o no ser hombre; es decir, sujeto de libertades
Es el dogmatismo de los sentimientos, como si de un romanticismo tardío se tratara, y estuviéramos obligados a cumplir con un imperativo del destino, llegar a un fin de la Historia, a una comunidad política limpia de disidencias, de heterodoxias, de pluralismos no predecibles. El panorama no llega ni a la “sociedad líquida” de Zygmunt Bauman; es el paroxismo de la desvertebración general por cansancio, aburrimiento o hastío, para la vuelta a la tribu confortable.
Eso supuso el Desastre del 98 más que ninguna otra cosa. Esa sensación de fracaso colectivo, de traición ungida en esa frustración e impotencia que tanta desafección y desprecio a las libertades generaron.
Cuando Manuel Azaña, un intelectual pagado de sí mismo que violó a su propia República, echó la vista atrás, a los de la generación del 98, escribió que aquellos hombres se ocuparon solo de demoler lo que creían que era “España” para salvar “España”. Estaban cegados por la exaltación sentimental del momento, sentenció, y no construyeron nada.
Unamuno, contaba Azaña, fue el único que planteó el problema en su verdadera dimensión: no se trataba de cómo ser o no español, sino el de ser o no ser hombre; es decir, sujeto de libertades, protagonista de su destino, no masa inerte. Ese era, y no otro, el verdadero problema de España.