Opinión

Desengáñate, Iván, vienen a por nosotros

En febrero de 1957, Franco llevó a cabo una profunda crisis de gobierno, quizás la que más trascendencia tuvo en la evolución de la economía española de los años de

En febrero de 1957, Franco llevó a cabo una profunda crisis de gobierno, quizás la que más trascendencia tuvo en la evolución de la economía española de los años de su régimen. Consciente de que la economía española necesitaba un golpe de timón radical porque con las políticas autárquicas de la posguerra no lograba despegar, decidió ponerla en manos de ministros menos azules y más tecnócratas, que prepararon el Plan de Estabilización del 59 y, así, crearon las bases para tener en España quince años de crecimiento con cifras récord. Uno de los sacrificados en aquella crisis fue el que había sido omnipotente ministro de Comercio, Manuel Arburúa, que, curiosamente, era de los menos azules del gobierno que había caído. Franco ni dio explicaciones a los cesados ni dio explicaciones a la Nación de las razones de esos cambios, para eso era el jefe de un Estado autoritario en el que acumulaba todos los poderes.

Cuenta la leyenda que a Arburúa no le gustó nada su destitución, como no les suele gustar nunca a los que son destituidos, y rumiaba su descontento esperando la ocasión de preguntarle al Caudillo las razones de su cese. Y ésta se presentó pocos meses después en la recepción que todos los 18 de julio Franco celebraba en los jardines de La Granja para conmemorar el aniversario de su levantamiento en 1936. Allí, mientras el Generalísimo departía yendo de corrillo en corrillo, parece que la mujer de Arburúa pinchó a su marido y le dijo que esa era la oportunidad que tanto esperaba desde febrero. El ex ministro, según la leyenda, se atrevió a decirle algo así como “y bien, mi general, ahora que ya ha pasado el tiempo, ¿por qué me quitó del ministerio de Comercio, es que estaba haciendo algo mal?”. Y parece que Franco le contestó, sin levantar la voz, casi susurrando: “desengáñese, Arburúa, vienen a por nosotros”.

Se puede pensar que esa escueta respuesta es una muestra del galleguismo de Franco, pero, sin quitar que la contestación tiene algo de galaica, lo que esa corta frase del dictador estaba diciendo es que “mire usted, aquí se hace lo que a mí me da la gana y, además, a usted no tengo por qué darle explicaciones”.

Me he acordado de esa anécdota legendaria de los años del franquismo al contemplar el espectáculo de la amplia crisis ministerial que ha perpetrado Pedro Sánchez, sin explicar a la Nación las razones de los cambios y, por lo que parece, sin explicar a las víctimas las razones de su defenestración. Así actuaba Franco y así actúan todos los autócratas que se precien.

Un cese inmisericorde

Dicen los comentaristas que presumen de conocer cómo son, aunque quizás sea mejor decir eran, las relaciones de nuestro autócrata contemporáneo con sus más allegados colaboradores que ha sido inmisericorde a la hora de cepillarse a Carmen Calvo, Iván Redondo y José Luis Ábalos, a los que todos creíamos parte esencial de ese núcleo duro que todo gobernante acostumbra a tener. Y eso me ha hecho acordarme de Lenin y de un libro, Lenin Dadá, que Dominique Noguez, un historiador francés, publicó en 2008 y en el que explica cómo Lenin en su exilio de Zurich conoció a Tristan Tzara y se empapó de muchas de las ideas que destilaban los dadaístas, sobre todo de ese afán de destruirlo todo que aplicaban al arte y a la poesía, pero que podía extenderse a todo lo demás. Lo que lleva a Noguez a afirmar que no puede haber nada más Dadá que la paradoja observada por muchos historiadores de que las principales víctimas del terror desatado por Lenin, ya desde los primeros momentos de 1917, no fueron los enemigos de clase, sino los militantes de izquierda que no le seguían en la violenta saña represiva que desató. Lenin, inventor del totalitarismo, ha dejado esta enseñanza a todos los totalitarios: que la manera más eficaz de imponer su poder absoluto es aplicar el terror contra los propios, que, muchas veces, y el régimen soviético está lleno de casos, lo aceptan con disciplina y agradecimiento. Así que, siempre que nos encontremos con un dirigente que se carga a alguno de sus colaboradores más íntimos sin dar explicaciones, podemos estar seguros de que en él vive un germen de totalitarismo. Y aún más seguros estaremos si las víctimas no protestan e incluso le agradecen sumisos la confianza perdida.

La clave fue Robles

Una breve insinuación: entre los supervivientes de la crisis está Margarita Robles, a la que muchos ingenuos de la derecha consideran lo más presentable del gobierno de Sánchez. Si se lee el libro de Joaquín Leguina, “Historia de una ambición”, que da muchas pistas acerca de la personalidad y de la trayectoria de nuestro autócrata, se descubre que la persona clave para la presentación de la moción de censura que llevó a este señor a La Moncloa fue, precisamente ella, por sus relaciones con los jueces y, ante todo, con el juez De Prada, y por la celeridad que se dio para explicarle que Frankenstein llamaba a su puerta. Ni Calvo, ni Redondo, ni Ábalos, la clave fue Margarita Robles. Así, cuando ella sea la defenestrada, sabremos que a Sánchez no le faltará ya nada para ser un perfecto totalitario.

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