El dramaturgo madrileño Sebastián Junyent, fallecido en 2005, logró el éxito de su vida con el estreno de Hay que deshacer la casa. La obra la estrenaron nada menos que Amparo Rivelles y Lola Cardona. Y ganó el premio Lope de Vega de teatro en 1983: el mismo año en que Manuel Fraga, al frente de cinco millones y medio de votos, entraba con paso firme y marcial en el edificio de la calle de Génova, nº 13, en el centro de Madrid, y lo convertía en la sede de su partido, Alianza Popular. No vean ustedes profecías por ninguna parte, porque no las hay. Es una de tantas casualidades que tiene la vida.
Desde 1983, de alquiler; desde 2006, con don Manuel ya disfrutando de su merecida jubilación en el Senado, como propietarios. Son casi 28 años los que terminan ahora, con la decisión de Pablo Casado de abandonar el edificio con la esperanza de que los fantasmas que alberga se queden dentro.
Primero: eso casi nunca pasa. Los aficionados a la literatura o al cine de terror saben bien que hay fantasmas con sede propia (el de Canterville, de Oscar Wilde, es el más conocido) y otros de adscripción estrictamente personal, que gozan de amplia movilidad y siguen a sus clientes allá donde estos vayan. Freddy Krueger es un ejemplo entre muchos.
Segundo: Casado debería saber ya que los fantasmas no existen. Su partido no los tiene. Ni siquiera es verdad que don Manuel rondase perpetuamente por las almenas de su despacho, el de la séptima planta, que nadie más quiso ocupar, como si fuese un panteón sagrado. No hay fantasmas en Génova ni tampoco en el PP. Lo que sí tiene (o ha tenido) ese partido son delincuentes. No es el único que los tiene, desde luego, pero la proporción con respecto de la inmensa mayoría es de escalofrío, de dimensiones casi pujolescas. El propio Casado los mencionó en su contundente intervención del pasado martes, 16, aunque no les dio ese nombre: delincuentes. De carne y hueso todos, la mayoría vivos; unos convictos y confesos, otros solo convictos, pero delincuentes. Mafiosos. Gánsteres. Y esos –Casado tiene que saberlo– no se van a quedar en el edificio abandonado de Génova, ululando debajo de una sábana. Esos se van a ir allá donde vayan los demás. De eso viven. O de eso han vivido como Dios desde hace muchísimos años. A esa santa compaña hay que eliminarla de otra manera: no valen ni los exorcismos ni la huida de la casa, como en Los otros de Amenábar. La culpa de todo esto no la tiene el edificio.
El Partido Popular ha logrado, creo yo, un notable éxito en Cataluña: permanecer en el Parlamento autonómico, que no es poco, después de años de descrédito
La “tormenta perfecta” que se cierne sobre la cabeza de Casado (más que sobre el PP) no la tienen, creo, yo, ni el CIS ni los jueces, que es lo que ha dicho él. Ni el último cacareo de Bárcenas. El Partido Popular ha logrado, creo yo, un notable éxito en Cataluña: permanecer en el Parlamento autonómico, que no es poco después de años enteros de descrédito y escarnio público a manos de todos los partidos, pero sobre todo de los secesionistas. Eso es lo que ha calado en el sentir (y en el votar) de los ciudadanos. Eso, que es fruto amargo tanto de errores propios como de trapacerías ajenas. Eso, que tardará años en desaparecer y que comenzó hace mucho tiempo, no es de ahora. En la región del Tres por Ciento, en la finca de los Pujol, Millet, Montull, Alavedra y demás padres de la patria oprimida, ya nadie se va a abrir las carnes por un Bárcenas de más o de menos, que vuelve una vez más a sentarse ante el juez “cual torna la cigüeña al campanario”, que decía Machado.
El Partido Popular es necesario para la democracia española, como lo son el PSOE, la Constitución, el Congreso de los Diputados, la libertad de expresión o la provincia de Burgos. Y tantas cosas más. Precisamente por eso, por su indispensabilidad, sus dirigentes y seguidores deberían ser los primeros en esforzarse para mantenerlo limpio y en perfecto estado de revista. De Casado se pueden decir muchas cosas y no todas agradables, pero parece demostrado que sí tiene la sincera voluntad de acabar con los bandoleros que han agusanado su partido durante décadas. En su intervención del martes pasado (atención: es la primera vez que este hombre no sonríe todo el rato como si fuese el presentador de un programa infantil de televisión) trató de huir cuanto pudo del “pues anda que tú”, de la comparación con los males o los pecados de los demás, y miró para los problemas de su propio partido. Eso le honra. Porque casi nadie lo hace.
Le esperan en la esquina
¿Trata Casado, con este “deshacer la casa” del padre, de desviar la atención sobre la crisis que se le viene encima? Pues es posible. Es una medida que no va a solucionar, por sí sola, nada, salvo aliviar un poco el acogotamiento financiero del PP, casi tan serio como el del Barça; pero es muy efectista, eso sin duda. Casado no es tonto en absoluto y sabe muy bien que, en el nutrido y poderoso grupo de condottieri de su partido, hay mucha gente que, con primarias o sin primarias, aún le tiene por un presidente provisional, un chico que está ahí para mantener el motor en marcha mientras convencemos a Feijóo o se produce un milagro. Pero, tenga los apoyos que tenga entre la militancia, le están esperando en la esquina. La vitriólica y ambiciosa Ayuso, la primera. ¿Y quiénes más? Es fácil: fíjense en todos los que han dicho, o rezongado, o al menos insinuado, que abandonar la sede de Génova es “reconocer que tenemos corrupción en el partido”. Como si fuese mentira. Como si esa evidencia no hubiese sido la más impune normalidad desde la fecha del estreno de Hay que deshacer la casa. Es precisamente eso con lo que Casado tiene que acabar, haya refundación y cambio de nombre (sería la segunda vez; tampoco es tanto) o no los haya. Con eso y no con los fantasmas de Génova, que, como los muertos a los que aludía Ruiz de Alarcón (y luego Corneille), gozan de excelente salud.
Después de la decisiva intervención de Casado el pasado martes, es casi inimaginable que haya una vuelta atrás, un regreso a los modos y maneras de los Bárcenas, los Correas, los Bigotes, los sobres, los trajes de Camps, las reformas pagadas por debajo de la mesay el desfile de los empresarios adictos pasando por el despacho para dejar allí su generosa y sobre todo voluntaria aportación patriótica. Eso funcionó durante muchos años pero ya es imposible. O al menos esa es la voluntad vehementemente expresada por el actual presidente.
Quien, por cierto, dijo también cosas que son puro delirio o pura pesadilla. Claro que tendrá que volver a hablar de Bárcenas. Cincuenta, cien veces más, las que haga falta. Porque ese es su trabajo, no le quedará más remedio. Y también porque se le viene encima una especie de venganza catalana: el fiasco de las últimas elecciones es el pretexto idóneo para lanzarse a por él, que hay mucha gente que le tiene muchas ganas. Así que, o plantea una seria metamorfosis en el PP, como la que hizo Fraga en 1990 o la que hizo la izquierda italiana muy poco tiempo después, o el partido seguirá siendo el mismo, con su historia, sus luces y sus sombras. Y todo seguirá en peligro. Abandonar Génova es poco más que un símbolo, sí. Pero un símbolo doloroso para muchos que no tienen culpa de nada. Y un símbolo inútil si se queda solo en eso, si no es el principio de un auténtico impulso renovador que acabe no ya con los fantasmas, sino con los malhechores y los sobrecogedores.
O eso, o deshacer la casa no servirá de nada.
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