Barbarie es que la mayoría de nuestros representantes políticos aprueben, aprovechándose de los discapacitados, la reducción de derechos de los varones españoles. Y, si la Constitución es un engendro injusto, ya carece de todo valor como referencia ética para el común. Barbarie es amnistiar delincuentes. Barbarie es sacar terroristas de la cárcel y homenajearlos. Barbarie es desmantelar los museos españoles. Barbarie es mutilar intelectivamente en las aulas a varias generaciones de españoles. Barbarie es colaborar activamente en el desmantelamiento del sector primario a la vez que se niega el acceso a energía eléctrica barata o se destruyen presas. Barbarie es facilitar la inmigración ilegal con su inocultable efecto llamada y el aumento de la inseguridad y de la delincuencia. Barbarie es reducir penas a violadores. Barbarie es consentir la ocupación de viviendas. Barbarie es persistir en la propagación de las descomunales mentiras de la leyenda negra. Barbarie es subir impuestos para reducir la calidad de los servicios públicos e incluso amparar el maltrato al contribuyente. Barbarie es prohibir a los españoles el uso del español en España.
Todo esto y mucho más es política siniestra: la hacen quienes tienen el suficiente poder como para aumentar su poder. Y no sólo. Lo más importante es que deshumanizan a quienes creían tener derechos humanos. Si todavía se les llama ciudadanos es porque la semántica del término siempre incluyó la de ser una función dentro del sistema de dominio y control de las ciudades. Usuario o consumidor y contribuyente son los términos que abren el desfiladero de la deshumanización del sujeto. La subjetividad, que es esa combinación, a la vez que escisión, nunca del todo comprendida, entre deseos, cognición, volición, memoria, creencias, inconsciencia, imaginación, saber, experiencia, dolor, temor, pasión, amor, odio, costumbre, moral, etc. es reducida a las funciones que en cada caso son útiles para quienes se empeñan en diseñar la realidad. Nada de esto es nuevo, sólo es nuevo el muy barato manejo de tecnologías digitales de control.
En el caso de una representación dedicada a imponer la barbarie, las mentiras son el componente esencial. Así lo proclamó Lenin y lo puso en marcha y así continuó Goebbels
La barbarie se implanta desde arriba con la ayuda de la desinformación que, lógicamente, sólo se puede administrar desde arriba. Son dos fenómenos cuyos engranajes se mueven coordinados y bien engrasados. Son globales y a la vez locales. El Centro para el Control y Prevención de Enfermedades, que es un órgano público del Gobierno de los USA, acusó de desinformación a los medios que alertaban de que la presunta vacuna Covid generaba miocarditis. Tengamos esto muy claro, si alguien acusa de desinformar está proyectando en el otro su propio pecado. Hace poco se ha encontrado documentación que prueba que el CDC sabía perfectamente que el inyectable provocaba esos muy serios problemas, pero decidió no publicarlo pues les preocupaba que esa información causara pánico. Reparemos en el argumento: es preferible provocar muertes a informar sobre ese peligro. Barbarie. Simultáneamente, políticos y grandes empresas se han puesto manos a la obra para cumplir lo que Klaus Schwab enuncia como el fin histórico y total de la privacidad. Barbarie.
La desinformación no es sólo una sucesión de ocultaciones combinada con falsedades ya que se integra dentro de la construcción de ciertas representaciones. Todas las representaciones contienen relatos, sensaciones y despliegues imaginarios de lo que debe ser detestable y lo que debe ser deseable. En el caso de una representación dedicada a imponer la barbarie, las mentiras son el componente esencial. Así lo proclamó Lenin y lo puso en marcha y así continuó Goebbels. Hoy las representaciones postmodernas, que se propagan en la mayoría de los medios incluyendo las aulas universitarias, se abastecen de una mendacidad adobada con pensamiento débil, buenismo, ignorancia y relativismo.
A la corrupción de una parte del profesorado que ha encontrado formas de ascender sin aportar valor, se suma ese estudiantado que ha sido incapacitado intelectualmente en todas las fases de la enseñanza
El colapso de la Universidad está hoy mucho más cerca de lo que cabía esperar hace tan sólo unos años. En todas las facultades, los profesores constatan un fenómeno que, aunque se veía venir, ahora alcanza una inusitada capacidad destructiva. Miles de jóvenes que han recibido buenas notas en bachillerato y que han pasado la ebau no entienden casi nada de lo que se les intenta enseñar y, en ciertos casos, proclaman un derecho autoconcedido a ser aprobados sin tener que demostrar que saben algo, llegando tal impostura a pervertir incluso la evaluación de algunas tesis doctorales. La Universidad como ámbito de generación y difusión del saber al más alto nivel es ya una dramática imposibilidad. A la corrupción de una parte del profesorado que ha encontrado formas de ascender sin aportar valor, se suma ese estudiantado que ha sido incapacitado intelectualmente en todas las fases de la enseñanza. Los escasos estudiantes verdaderamente valiosos a quienes debiera servir la Universidad se encuentran desamparados por la Academia, cuando no directamente marginados por sus propios compañeros. La Universidad, que tendría que ser el sitio más alejado de la barbarie, no solo la alberga, sino que la promociona. ¿Han oído ustedes a los rectores proponer algún plan de choque para enfrentarse al tsunami de la falta de comprensión lectora que está inundando las aulas? Si la Universidad no se pone al frente de la lucha contra esta barbarie, se convierte en parte importante y culpable de la misma.
El colapso del periodismo
En la medida en la que la Universidad se concibe como medio de desinformación, se acerca al colapso por la sencilla razón de que hace cada vez más inviable la circulación de la verdad. No anda lejos tampoco el colapso del periodismo, dedicado a esconder la verdad y a divulgar trivialidades salpimentadas con amenazas reales del poder y con rentables miedos infundados. Hay un síntoma llamativo que lo anuncia. Tanto la Universidad como la mayoría de los medios se dedican a desinformarse a sí mismos. Viene de lejos. El cineasta soviético autodenominado Vertov (significa peonza en ucraniano, aunque se apellidaba Kaufman) con “El hombre de la cámara” (1929) elevó la desinformación autorreferencial a una notable categoría estético-ideológica. En los créditos iniciales anuncia que sólo registra sucesos reales. La película incumple lo que el autor proclama pues abundan las secuencias hechas con meticulosa puesta en escena y con muchos trucos. Casi un siglo después la postmodernidad adora a Vertov.
Apoya TU periodismo independiente y crítico
Ayúdanos a contribuir a la Defensa del Estado de Derecho Haz tu aportación