El despotismo ilustrado fue el intento de gobernar con ideas de la Ilustración y el despotismo de la monarquía absolutista. Pese a algunos logros, no acabó bien: provocó la rebelión de los colonos americanos contra Londres, y en Francia precipitó la revolución. Ese cóctel imposible de autoritarismo con libertad de pensar se caracterizaba por el desprecio elitista del pueblo llano, entonces mayoritariamente campesino, considerado un perpetuo menor de edad sin verdadera cultura, y en la extrema izquierda una mezcla de clases reaccionarias a someter y despojar, al estilo Unai Sordo.
El modelo de déspota ilustrado fue el rey de Prusia Federico II el Grande, admirador de los enciclopedistas y protector (y protegido) de Voltaire. El fundador de la Prusia moderna no consideraba al alemán verdadera lengua de cultura, y creía que la escasa divulgación del francés en su reino era un grave obstáculo para la difusión de la culture; algo parecido pensaba la aristocracia de otros países (y, por supuesto, los franceses).
La revuelta de los tractores
Los déspotas ilustrados no tenían ni querían principios democráticos, por lo que escandalizarse por su desprecio de la plebe inculta sería puro anacronismo. Pero esa reserva no ampara al despotismo con pretensiones ilustradas instaurado en la Unión Europea y estados miembros: se trata del despotismo burocrático disfrazado de planificación científica (esa quimera fracasada del socialismo anticapitalista, por cierto), cuyo emblema es la famosa Agenda 2030, esa mezcla de paternalismo autoritario con ecologismo Bambi y control de lo incontrolable al gusto de Davos y la ONU.
La revuelta sigue a los problemas económicos causados en la agricultura tradicional por la asfixiante normativa de Bruselas para regular hasta el último detalle y aspecto de agricultura, ganadería y pesca en un prolongado periodo de caída de precios de venta y aumento de costes productivos. Algunas ocurrencias han consistido en limitar la cantidad de tierra que un propietario puede cultivar, fijar un calendario obligatorio de labores, prohibir talas y caza no autorizadas, pesticidas y sacos de plástico, y obligar a llevar diarios digitales donde agricultor y ganadero deben consignar absolutamente todo lo que hacen con su tierra y sus animales (a la espera de que gallinas, ovejas y vacas aprendan a escribir sus propios informes). Algunos países, como Francia, han agravado la cosa con prohibiciones adicionales a instancias del ecologismo activista y urbanita de salón, obsesionado con los productos verdes y angustiado por la felicidad de animales y plantas, pero no tanto por la de los agricultores.
Las élites burocráticas como gobierno en la sombra
Los responsables son burócratas que siguen a lobbies ecologistas (y con más disimulo, a otros agentes económicos como el comercio extracomunitario). Los ecolobbies tienen mucho más peso en la política agropecuaria de Bruselas, y no digamos en los medios de comunicación (y la educación) entregados acríticamente a su causa, que los agricultores, ganaderos y pescadores.
Estos son víctimas de un triple desvalimiento: no parecían representar un peligro electoral (hasta hace poco); carecen de una ideología identitaria; son un sector subvencionado y por tanto dependiente, intervenido y fiscalizado. Esta condición minorizada les quita autonomía económica y también ciudadana: los tractores también trasladan la sublevación de un antiquísimo modo de vida amenazado de extinción por la industria agropecuaria, las grandes comercializadoras y la asfixiante burocracia.
Como tantas cosas europeas, la PAC o Política Agrícola Común, el mayor capítulo de gasto de la UE, es de origen paradójico. Se adoptó por las presiones francesas para proteger su agricultura, de enorme importancia en un país donde la cultura no son solo Descartes, Sartre y la Beauvoir o Édith Piaff, sino sus mil quesos artesanos y vinos de los mimados paisajes rurales. Francia sigue siendo el mayor beneficiario de la PAC, pero también el del agro más frustrado, levantisco y propenso al nacionalismo chauvinista, porque el dinero no es todo ni lo arregla todo.
La intención era buena, pero el resultado no tanto. La élite burocrática, presionada por el interés de los gobiernos por el voto verde, tiene el poder de convertir sus deseos en directivas europeas de obligada transposición a las legislaciones nacionales, salvo veto expreso. Sin embargo, nadie ha elegido a esa alta burocracia que actúa como el gobierno europeo en la sombra, pero cuyo control legislativo es cuando menos débil. En el caso de la agricultura tradicional, burocracia y lobbismo son inmunes a las críticas de los afectados y prácticamente obligan a la revuelta. Al modo típico del despotismo ilustrado, creen que [1] sus decisiones son las mejores y solo pueden ser entendidas y discutidas por expertos, y [2] las protestas vienen de rústicos ignorantes sin conciencia ecológica si no codiciosos, que deberían estar agradecidos por las ayudas recibidas vía PAC y el gran mercado de la UE para sus productos. No es muy diferente al desprecio de Federico el Grande por esos vasallos que no sabían tocar el clavicordio o la flauta ni hablaban francés.
Los ciudadanos europeos hemos sido devueltos a la condición de vasallos obligados a obedecer normas caídas de arriba y a pagar tasas e impuestos
Pero si Federico de Prusia no tenía que rendir cuentas a nadie, las instituciones europeas sí. Deberíamos reparar en los daños derivados de eliminar los debates y controles democráticos de decisiones cruciales para afectados que, por lo menos, deberían ser escuchados y participar en las negociaciones. En esta crisis está apareciendo la gran paradoja de la Unión Europea: un gran proyecto democrático paneuropeo que se basa en la cesión de soberanía nacional, pero con controles democráticos defectuosos porque las negociaciones de trastienda entre gobiernos, burocracia y lobbies sustituyen a debate público y controles.
El problema de los agricultores con la PAC no es exclusivo suyo. Ese despotismo posmoderno, ideológico y nada ilustrado, reina también en la educación, la política inmigratoria, el urbanismo y la vivienda y otros sectores productivos o esenciales donde los ciudadanos europeos hemos sido devueltos a la condición de vasallos obligados a obedecer normas caídas de arriba y a pagar tasas e impuestos.
Se ha subestimado la deslegitimación que todo esto genera en forma de eurofobia, nacionalismo chauvinista e incluso ataques irracionales al comercio en nombre de esa fantasmal soberanía alimentaria que parece desear la vuelta a la autarquía previa a la globalización del siglo XVI, sustituyendo patatas por nabos y tomates por nísperos. Y, sin embargo, no es tan difícil respetar a la gente afectada, buscar acuerdos razonables basados en el consentimiento, limitar al mínimo las normas burocráticas y el poder de los gobiernos, poner en su sitio a los lobbies y falsos expertos… ¡en realidad, volver al programa contra el despotismo de la verdadera Ilustración liberal!
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