Se llama Susi, es hembra, y me cuesta calificarla de “elefanta” porque es palabra que en castellano suena como un trompazo y dudo que de estar afectada por la ley de género le preocupara un comino. Vive en Barcelona, tiene más de cincuenta años y llegó acá tras una vida dando tumbos de un circo a otro hasta que la asentaron hace un par de décadas en el Zoo. Ahora los políticos han de decidir sobre su futuro.
Los zoológicos de un tiempo a esta parte tienen mala fama. La gente mayor ya no lleva a los niños, quizá porque consideran que con los reportajes televisivos del National Geographic ya tienen bastante; las imágenes han ido borrando a los seres vivos. Los “zoos” pertenecen ya al mundo de la infancia galante, como las magdalenas de Proust. Algunos podemos recordar jirones del pasado con un dejo de sarcasmo. Los míticos osos Petra y Perico de la niñez en un Oviedo montaraz y sórdido que casi se diría que formaban parte del paisaje urbano, donde no era fácil distinguir un plantígrado de los iracundos caminantes. No hacían ninguna gracia, para eso estaban los monos; los fueron retirando de las jaulas y de nuestra presencia ante la presión de las señoras de bien, que hoy se calificarían de defensoras de los animales pero que entonces se dedicaban a preservar “las buenas costumbres” y que estaban alarmadas ante las procaces escenas de los macacos masturbándose una y otra vez, jaleados por nuestras risas cómplices.
Durante muchos años dormí durante el verano con la ventana abierta mientras escuchaba el rugir de los leones. Dejé de contarlo cuando noté que mis hijos se miraban entre ellos y hacían el gesto cómplice de que “al viejo se le había ido la olla”, que diría un moderno. Y no faltaba a la verdad porque yo vivía en Madrid, en una casa que lindaba con el Parque del Retiro, donde malvivía el zoo de la capital, un albañal maloliente que agrupaba en promiscua vecindad leones auténticos y varias especies, que años más tarde pasarían al vistoso y nada benévolo zoológico de la Casa de Campo. ¡Oh, los aullidos de los leones de antaño! Suena tan pretencioso y vacuo como la época. El último zoo en el que paseé fue en Kaliningrado, la antigua Königsberg de Kant; ya había caído el comunismo y sólo se apreciaba la nieve entre tanta ruina de animales y cosas, sin nadie. No volví a ningún zoológico, me bastó con detenerme a observar a la gente.
La historia de Susi y el zoo de Barcelona, que ocupó un lugar destacado en las páginas locales de un diario de referencia, me llevó muy lejos, porque además de destacar algunas singularidades de la vida ciudadana y de su relación con los animales me echó encima una evidencia: nada, ni siquiera los elefantes, puede sustraerse en Cataluña a la hegemonía de la política.
El paso de las Sociedades Protectoras de Animales a las organizaciones “animalistas” es un cambio político de envergadura. De poner el foco en la aberración del maltrato animal, que tenía mucho de delator de querencias mentales dignas de tratamientos psiquiátricos, se ha pasado a la personalización de las especies
Quizá no seamos conscientes de ello, pero el paso de las Sociedades Protectoras de Animales a las organizaciones “animalistas” es un cambio político de envergadura. De poner el foco en la aberración del maltrato animal, que tenía mucho de delator de querencias mentales dignas de tratamientos psiquiátricos, se ha pasado a la personalización de las especies. La información de marras sobre Susi habla de “los individuos” que conforman el zoológico. El asunto nos retrotrae al debate teológico de Valladolid, allá por el siglo XVII, en pleno arrebato inquisitorial, sobre si los perros de los reyes y nobles tenían alma y, como era obvio que para sus dueños la tenían en mayor grado que la servidumbre ¿a dónde iban en el más allá? Entonces tenían tres posibilidades las almas moribundas: el cielo, el infierno y el limbo, hoy desterrado y a donde se dirigían los niños sin bautizar. ¿Y los perros, que tan bien retrataron los pintores? ¿A dónde iban? Estaba claro que las almas llevaban entonces, como ahora, un sello de calidad; lo que diferenciaba el can del emperador del perro del hortelano.
Si vulgarizamos la sentencia de Walter Benjamin de que detrás de toda manifestación de cultura se esconde un gesto de barbarie llegaríamos a conclusiones sustanciosas. Por ejemplo, que Susi, la elefanta, haya conseguido más de 6.000 firmas para que la lleven al “santuario francés donde los paquidermos viven en libertad” (sic) ¿Acaso no es un gesto liberal para con los elefantes que dudo mucho se pudiera tener con “individuos” sin trompa, pero con ideas? Una miembro del comité de expertos que se dedica al seguimiento de este caso ha declarado “que los elefantes necesitan caminar kilómetros y tener la mente ocupada. Y decidir”. Confieso que al leer esto se me ocurrió pensar en la cantidad de gente que se encuentra en “situación elefante”. Caminar, ocupar la mente y decidir.
En España hay lobos en demasía y hemos sobrepasado el millón de jabalíes, según el último cómputo; lo que se llama pasarse de frenada. Los lobos amenazan “la cabaña”, y la población de “individuos jabalíes” está afectando a ese cajón de sastre donde cada cual mete lo que le peta, el ecosistema. Pero al tiempo refleja un mundo paralelo. Sé de personas que serían capaces de matar a su vecino por defender el derecho de su perro a ladrar toda la noche. Los seres humanos tenemos obligaciones que nos ha ido otorgando la lucha por el progreso y la civilización, pero hasta dar el salto hasta la Declaración Universal de Derechos de los Animales hay un trecho que estamos empezando a transitar en detrimento de la convivencia entre personas. Recuerdo que Herri Batasuna en su época dorada en sangre tenía una sección que se dedicaba a la Ecología y la Protección de las Especies.
Los seres humanos tenemos obligaciones que nos ha ido otorgando la lucha por el progreso y la civilización, pero dar el salto hasta la Declaración Universal de Derechos de los Animales hay un trecho que estamos empezando a transitar en detrimento de la convivencia entre personas
Habría que bucear en la historia para encontrar una sociedad agrietada y violenta, impermeable a la disidencia, que se sintiera solidaria con un elefante y pusiera todos los medios a su alcance, hasta la demagogia, para reivindicar los derechos fundamentales de un paquidermo al tiempo que se los niega a sus adversarios, incluso la manifestación de su indignación. El último elefante del que tengo noticia se llamaba Abul Abaz y lo regaló el culto califa de Bagdad al analfabeto Carlomagno, emperador del Sacro Imperio Romano-Germánico. Un ejemplo.
Al final será la alcaldesa de Barcelona y su equipo de gobierno los que decidirán cómo conservar la vida de un animal viejo y enfermo, que de poder decidir algo no dudo que sería “que me dejen en paz”.