Jueves 4 de junio, día 82 del estado de alarma. La cafetería del Hospital de la Princesa está cerrada. En la sala de espera de dermatología esperan unas pocas personas. Las sillas están precintadas para respetar la distancia de seguridad. Mi padre y yo esperamos nuestro turno. Tengo temor de que no me dejen pasar con él a la consulta.
Hay pocos pacientes, en general, y los médicos van peor protegidos que los odontólogos de la clínica privada a la que fui la semana pasada. “Siéntense ahí, detrás”, nos ordena. La especialista toma asiento detrás de una mampara de metacrilato que nos separara de ella y busca la historia en el ordenador.
En la mesa de la consulta hay dos cajas de guantes. Para examinar a mi padre, la dermatóloga se enfunda las manos con un par de ellos. Levanta la mascarilla y examina su rostro. No dura más de un minuto. Cuando acaba el examen, se quita los guantes y los tira luego en el cubo de la basura.
No sería nada importante, una cirugía menor, explica. Hay que esperar a la citación y las pruebas de postoperatorio. Nos advierte que antes de la covid-19 la intervención habría salido rápido, pero tardará un poco más de lo habitual. Quizá uno o dos meses.
Salimos del consultorio rumbo al mostrador de citaciones, donde se repite la misma mecánica: mampara, distancia de seguridad, espera con número
Mi padre ha olvidado preguntar por una mancha en el antebrazo. La médico vuelve a colocarse un par de guantes nuevos, mira el cardenal, lo toca apenas con el dedo índice. No es nada, concluye. Vuelve a quitarse los guantes y los arroja otra vez en la papelera. Ya van dos pares. Lleva va una FPP2 y sobre ésa una mascarilla quirúrgica. De resto, va igual. Bata blanca, ropa sencilla debajo. Nada especial, si lo comparo con las capas de protección que usan los dentistas.
Salimos del consultorio rumbo al mostrador de citaciones, donde se repite la misma mecánica: mampara, distancia de seguridad, espera con número. Me extraña ver pocos botes de hidrogel. Están los de siempre, adosados a las paredes, pero nada más.
En media hora hemos terminado. De vuelta, hacia la calle, encontramos más médicos que pacientes. En los muros del hospital algunos papeles fotocopiados anuncian una concentración de sanitaros que ya se ha celebrado. La parada de taxis de Diego de León está llena de conductores que esperan, algo que a esta hora del día no habría sido tan probable.
Volvemos andando mi padre y yo. Excepto los que tienen terraza, ningún bar funciona, y en la plaza Manuel Becerra las abuelas hacen corrillo al salir de misa. No respetan demasiado la distancia de seguridad, pero embozadas como están, no parece demasiado peligroso. Son ya las doce de la mañana, el tráfico vuelve a rugir y la ciudad se despereza de su largo sueño. Yo, como siempre desde hace dos semanas, quiero volver a la cabaña, perdón, quise decir a la casa.
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