Ni Pedro Sánchez sabe a día de hoy cuándo serán las próximas elecciones, y por muchas encuestas que se publiquen ninguna nos adelantará sus resultados exactos; pedimos demasiado a la demoscopia. Pero lo que todos los sondeos certifican es justamente lo que parece que no queremos ver: la certeza de que en el próximo Congreso de los Diputados habrá cuatro partidos con una importante, acaso decisiva, representación. El nivel de preeminencia entre ellos podrá variar, pero la presencia con peso de los cuatro está garantizada.
Así que sería una buena idea ir pensando no en los pactos concretos, pero al menos en que habrá que pactar. Ya no servirá una mayoría extraña y puntualísima para ganar una censura un día, sino que, cuando se sienten los futuros diputados en sus escaños, hará falta construir una mayoría comprometida que sustente las decisiones del Gobierno, que le permita aprobar presupuestos y leyes de forma sostenida a lo largo de la legislatura. No será nada fácil, pero aún se pondrá más cuesta arriba si nuestros políticos siguen empeñándose en la innoble tarea de presentar a su adversario como alguien indecente, mentiroso y cuya aspiración a gobernar no solo es peligrosa para España sino directamente ilegítima. A ver cómo vendes después a los tuyos que te vas a la cama con semejante demonio.
Vendría bien que hubiéramos ya entendido que las mayorías absolutas son la excepción y que pactar es lo normal y no equivale a ser un traidor
Hay que reconocer que con el bipartidismo todo era más sencillo: las mayorías eran más fáciles de lograr (aunque fuese a mayor gozo de los partidos nacionalistas) y los grandes mantenían el cuasi monopolio dentro de su espacio, fuese en la derecha o en la izquierda. Seguramente es por eso por lo que aún mantenemos los tics bipartidistas y soñamos con unas elecciones que “aclaren” por fin el panorama. No va a pasar. Lo dicen todas las encuestas y también el sentido común: no tendremos que arar con dos grandes bueyes más o menos enemistados, sino con cuatro toros de lidia, que compiten entre ellos con más fiereza que casta.
El pluripartidismo, que se nos presentó como la oportunidad para regenerar la política, refrescarla y devolverla limpia y brillante al Parlamento, no ha alcanzado ni de lejos tan altas cumbres, pero sí ha llenado el campo de líneas rojas y las tribunas de eslóganes y consignas sin más recorrido que competir por el próximo titular. Los rodillos parlamentarios y la fea costumbre de convalidar decretos como mero trámite iban a desaparecer para ser sustituidos por acuerdos de país transparentes y multilaterales… que aún no vemos y que no asoman tampoco por ningún rincón.
Era tan lógico que asusta pensar cómo no lo vimos. Los partidos viejos, a los que les aparecieron competidores dentro su propio campo, se replegaron ideológicamente para defender las esencias que cohesionan a sus huestes de siempre, que son las que los mantienen, pero que no coinciden con la multitud que les vota desde una afinidad mucho menos ardiente. Los nuevos, dado que buscaban sustituir a los viejos (hay que decirlo, con pleno derecho) intentan rebañar cuanto pueden dentro del electorado de los grandes y estimulan así la contracción defensiva de estos.
El resultado es que el espacio de cada grupo se empequeñece, la lealtad a los “nuestros” se vuelve más exigente y los eslóganes simples y confortables para los propios sustituyen a cualquier incómoda tentación de acuerdo con “esos”.
Ya nunca tendremos que arar con dos grandes bueyes más o menos enemistados, sino con cuatro toros de lidia que compiten entre ellos con más fiereza que casta
La anticuada idea bipartidista de que unas “buenas elecciones” lo solucionarán todo, que ganará un partido con mayoría amplia y que formará gobierno con relativa facilidad, no funcionará más (recordemos que ya hubo dos comicios y si no es por Javier Fernández y su gestora hubiera habido unos terceros). Por el contrario, deberíamos acostumbrarnos cuanto antes a que, siendo importante quién gane y quién pierda, los gobiernos habrán de sostenerse en acuerdos parlamentarios entre grandes y medianos grupos diferentes.
Un día no muy lejano tendrá que haber elecciones y de ellas tendría que salir un Gobierno con apoyos suficientes, como el que seguimos esperando desde diciembre de 2015. Para entonces, vendría bien que hubiéramos entendido que las mayorías absolutas son la excepción y que pactar con los adversarios es lo normal y no equivale a ser un traidor. Continuar como ahora, apelando a una ilegitimidad intrínseca del contrario, negando su representatividad, peleando porque “mi máster-tesis-doctorado es más blanco que el tuyo” y alimentando el debate solo a base de titulares y consignas, no va a ayudar.
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